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Superman es mi personaje de ficción favorito, y no sólo eso, también es la imagen más repetida en mis calzoncillos, lo que hace de nuestra relación algo, cuanto menos, íntimo. El personaje ha cumplido los 75 recientemente, y durante su recorrido por cómics, cine, televisión, videojuegos, prensa, radio, teatro y mis calzoncillos, se las ha visto de todos los colores, superando crisis, matrimonios y muertes, y demostrando una gran flexibilidad para adaptarse a lo que venga. El personaje tiene una gran capacidad simbólica, y según el contexto se muestra capaz de representar a Estados Unidos, a los inmigrantes, al capitalismo o a toda la comunidad superheroica, por ejemplo, en lo que viene a ser una cuestión de niveles. Pero este hecho se da de manera bidireccional, ya que también existe un abanico de imágenes precisas (la capa, la “ese”, el rizo en el pelo, los calzoncillos de nuevo…) que evocan en nuestra mente al personaje. Asistir al estreno de la última de sus encarnaciones cinematográficas se convierte en todo un acontecimiento para alguien como yo, pero tras más de 140 minutos de proyección me encontré en la salida del cine comentando el pendiente en la oreja de Perry White o que la interpretación de Diane Lane parecía basada en la loca de los gatos de los Simpson, lo que no es muy buena señal.
Crimen Ferpecto.
Jack Reacher recuerda, por momentos, un capítulo de los nuevos episodios de la serie Perry Mason, pero con mucha más acción de la que allí se ofrecía y con la peculiaridad de que han sustituido al orondo y barbudo abogado por una letrada de rubia melena y senos generosos (salimos ganando) y al simpático detective que le ayudaba a resolver los casos por una especie de super agente secreto/militar encabronado con muy malas pulgas. Efectivamente no son pocos los cambios pero sigue manteniendo la esencia del típico: este caso está visto para sentencia hasta que alguien empieza a meter las narices más de la cuenta y empieza a descubrir que no todo es lo que parece y que hay mucha más gente implicada de lo que parecía en un principio y que todo termina resultando ser mucho más gordo de lo que nos habíamos imaginado. Entonces, ¿cual es el valor añadido que puede aportarnos la película? Pues que sea domingo, que esté lloviendo a mares en la calle y que tengas ganas de ver a Tom Cruise partiendo la pana.
Mezclado, no agitado.
James Bond, el popular personaje creado por Ian Fleming, cumple sus bodas de oro en el cine. Para ello, sus responsables lo han embarcado en una peligrosa aventura en la que el agente secreto deberá enfrentarse al que probablemente sea su mayor enemigo: ¿Javier Bardem? No, el paso del tiempo. Y es que el mayor reto de este Bond del siglo XXI es el de lograr aunar algo tan antagónico como tradición y modernidad. Sin lo primero no existiría Bond (esos coches, esos gadgets, esos martinis, esas hembras de carnes prietas) y sin lo segundo, seguramente, no existiría saga. Y mucho menos a estas alturas.
John and son.
Lo de La jungla de cristal (Die Hard) más que una saga cinematográfica siempre me ha parecido una institución en sí misma. Desde que apareciera su primera entrega, allá por el lejano 1988, la franquicia ha ido evolucionando, con mayor o menor fortuna, pero siempre con un sello distintivo que la diferenciaba del resto de propuestas de acción: un personaje protagonista con un carisma que le sale por las orejas, acción con capacidad de enganchar al espectador, malos atrayentes capaces de vender su alma al mismísimo diablo por el vil metal, y las habituales pullas cómicas de un John McClane acostumbrado a darlo todo por la audiencia y por las víctimas propiciatorias de turno. No obstante, parecía como si la fórmula flaqueara un poco más a cada nueva entrega, a pesar de que la cosa seguía teniendo cierta gracia. Por eso, cuando apareció esta quinta entrega, me parecieron un poco injustas las críticas que dilapidaban este nuevo film en comparación con la primera película, ya que lo más justo sería compararla con la entrega inmediatamente anterior. Pues bien, una vez vista La jungla 5: Un buen día para morir, y después de compararla con su predecesora, La Jungla 4.0, debo admitir que esta quinta entrega es lo que cinematográficamente hablando se conoce como una castaña pilonga.
Dos
hombres y un mandingo.
Después
de ofrecernos su particular visión sobre géneros tan distantes como
el cine de gangsters, el blaxploitation, las artes marciales, el
thriller con toques de slasher o las cintas de nazis, ahora Quentin
Tarantino
ha decidido pasarse al western. Que Tarantino llegara al western era
solo cuestión de tiempo, pues ya se veía que el hombre le tenía
ganas al género en algunos tramos de Kill
Bill,
de Dead
Proof
e, incluso, en la secuencia inicial de su anterior trabajo, Malditos
bastardos.
De todos modos supongo que, en el fondo, no debería importarnos
demasiado cual es el género que Tarantino decida abordar en cada
ocasión, pues Tarantino
ya es un género en sí mismo.
De este modo cabe decir que Django
desencadenado
es un western, sí, pero sobre todo es un western de Tarantino, con
todo lo que tal afirmación conlleva.
Blancanieves
y los enanitos de la mesa cuadrada.
Vale, creo que ya lo pillo: resulta que los clásicos infantiles de toda la vida vuelven a estar de moda, pero ahora de lo que se trata es de adaptarlos de forma que se puedan dirigir hacia un público más adolescente. Hollywood rápidamente ya se apuntó al carro con las nuevas aproximaciones al universo de Alicia en el país de las maravillas y de Caperucita roja; y ya se preparan nuevas versiones de Jack y las habichuelas mágicas, Hansel y Gretel, Pinocho o La bella durmiente, entre otros. La televisión también ha entrado al trapo a la nueva moda con series como Grimm, Once upon a time o la inminente La bella y la bestia. En España también se han apuntado al carro y la cadena televisiva Antena 3 ya prepara una serie con nuevas versiones de los cuentos de toda la vida. Pero si existe un personaje que se está llevando la palma es, sin lugar a dudas, el de Blancanieves, con tres nuevas versiones estrenadas este 2012: una muy colorista (y mala de narices), una muda y en blanco y negro y, la que hoy nos ocupa, con una prota más de partir la pana.
El verdugo.
Reconozco que las películas basadas en los viajes en el tiempo y en las paradojas temporales son una de mis pequeñas debilidades. Así pues cuando me enteré que se estrenaba Looper y vi las buenas críticas que había cosechado no tardé en correr hasta la sala de cine más cercana. Y una vez allí, ¿qué me encontré? Pues lo que me encontré fue un thriller de acción futurista, con toques de ciencia ficción, de western, de cine noir, de cine negro, con toques de comedia, con una historia basada en los saltos temporales, con máquinas del tiempo, algo de telequinesis, motos voladoras, futuros apocalípticos... ¡y a Bruce Willis partiendo la pana!. Yo es que no sé qué más se le puede pedir a una película de estas características. Bueno sí, que la trama funcione y esté bien resulta. Pues señores, no se lo van a creer, pero la trama funciona y está bien resuelta. Ya pueden ir descorchando el champán.
Esta
vez es personal.
La
intención, a la hora de llevar a cabo un producto como fue la
primera entrega de los mercenarios, era la de reunir en una
sola cinta a un importante elenco de lo más granado de los actores
de películas de acción de la década de los años '80 y principios
de los '90 y, a la vez, intentar recuperar el espíritu de aquel tipo
de producciones, con la clara intención de entretener y, ya de paso,
intentar tocar la fibra nostálgica de un cierto sector del público.
Resulta evidente, pues, que si lo que se pretendía era ser fiel a un
espíritu, era obligado que “los mercenarios” se terminara
convirtiendo en una longeva franquicia (ahora nos llega la segunda
parte y ya se está preparando una tercera que, como todo el mundo
sabe, suelen resultar ser las más petardas y alocadas). El otro
requerimiento de obligado cumplimiento, que quedaba por llevar a
cabo, es que esta vez: fuera personal.
Spider-boy.
Nos
encontramos frente a un reebot de nuestro trepamuros favorito.
El personaje de Spiderman es uno de los más populares
superheroes de acción y, de hecho, fue de los primeros del universo
Marvel en dar el salto a la gran pantalla. La trilogía
original, dirigida por Sam Raimi, obtuvo gran popularidad y
recaudó montañas de dinero. Así pues, uno tiene la sensación de
que cuando se confirmó que no habría cuarta entrega, el estudio
rápidamente se puso a trabajar en buscar una solución para no tener
que prescindir de su habitual fuente de ingresos procedentes del
bueno de Spidey. Finalmente optaron por el típico borrón y cuenta
nueva, en plan: aquí no ha pasado nada, hagámonos todos los locos,
finjamos que un Men in Black nos ha flasheado el cerebro y somos
incapaces de recordar nada referente a la saga original de la que, su
última entrega, apenas hace cinco años, todavía teníamos en
pantalla.
El supergrupo.
Lo estábamos esperando.
Después de que nos llegaran las películas, por separado, de la gran
mayoría de los personajes que han acabado formando Los
Vengadores, por fin ha llegado el momento de verlos luchando
juntos. De las películas que preceden a la gran reunión actual
encontrábamos alguna de interesante, alguna de correcta y,
lamentablemente, alguna de soporífera. Lo que tenía claro es que
ninguna de las cintas anteriores me había hecho vibrar como
esperaba. Parecía claro, pues, que la última gran esperanza recaía
en las sabias manos de Joss Whedon,
quien parecía ser el único capaz de obrar el milagro. Y lo logró.
¿Cual es la diferencia principal entre esta película y todas las
anteriores? Pues parafraseando al personajes de Will Smith en Men in
Black: “¿Sabes cual es la diferencia entre tu y yo? Que yo hago
que esto luzca”.
Juegos de guerra.
Qué gran negocio este de las sagas literarias destinadas al público joven, amigos. Primero se forran vendiendo los libros (mínimo una trilogía para que la cosa cunda lo suyo); más tarde se forran haciendo las adaptaciones cinematográficas (y si la ocasión lo merece se podrá optar por dividir algunos de los libros en varias películas para lograr alargar la gallina de los huevos de oro); y por último se forran plasmando la cara de los atractivos protagonistas que interpretan a los personajes principales en todo tipo de productos variados, a cuál más sorprendente (empezando por estampar la cara del guapo de turno en las bragas que lucirán las adolescentes más entregadas). ¿Y qué se persigue con todo esto? Muchos buscarán ocultos motivos económicos detrás de todas estas rentables franquicias, pero los más nobles de corazón sabemos que el fin último de este tipo de productos no es otro que el amor por arte mismo. A los títulos ya conocidos súmenle un nuevo fenómeno que ha llegado con la firme intención de reventar las taquillas de medio mundo: Los juegos del hambre.
El Equipo A
Un año antes de realizar una de sus películas más aclamadas y conocidas, A sangre fría (1967), una buena adaptación al cine de la grandísima novela homónima de Truman Capote, el director norteamericano Richard Brooks se dispuso a realizar un western lleno de acción llamado Los profesionales, en el que destaca un reparto difícil de olvidar: Lee Marvin, Burt Lancaster, Robert Ryan, Jack Palance y Claudia Cardinale.
Nada más empezar, la película nos presenta a un protagonista de mirada aviesa, porte chulesco, cazadora molona, guantes de cuero, palillo en la comisura de los labios y una alarmante parquedad de palabras, haciendo rugir el motor de un potente coche justo antes de iniciar una espectacular persecución por el centro de la ciudad de Los Ángeles. Y es justamente en ese momento, cuando uno puede llegar a pensar que estamos ante una posible secuela/precuela/remake del personaje de Mario Cobretti, que aparecen sobreimpresionados los títulos de crédito del film con una tipografía que parece sacada de una película de John Hugues protagonizada por Molly Ringwald. Esa extraña mezcla y el desconcierto que provoca en el espectador se irá claramente acentuando a medida que la trama avance, convirtiéndose en la marca de la casa de la cinta.
La de "Misión Imposible" es una franquicia que, apenas después de su segunda entrega, ya parecía estar absolutamente defenestrada (con una bochornosa lucha sobre motos de gran cilindrada, incluida). Y cuando ya nadie contaba con ella, apareció J.J.Abrams para hacerse con las riendas de la tercera entrega y convertir la cinta en un homenaje a su propia serie de espías: Alias. Los resultados fueron más que aceptables, tanto a nivel de crítica como de público, así que se lanzaron a realizar una cuarta parte aunque, en esta ocasión, limitando las funciones de Abrams, únicamente, a las de productor y dejando la dirección en manos de Brad Bird (Ratatouille, Los increíbles), en su primera cinta con personajes de carne y hueso. Confieso que guardaba ciertas reticencias acerca del grado de implicación de Abrams en esta nueva película, después de haber declinado la silla de director. Por suerte, mis dudas se volatilizaron al poco de empezar la cinta y encontrarme con Sawyer, de la serie Perdidos, convertido en todo un espía de nivel internacional. ¿Pura coincidencia? Con Abrams de por medio, permítanme que lo dude.
Cuarta película como director de Andrew Niccol (suyo era también el guión de El show de Truman), quien debutara tras las cámaras con la interesante Gattaca. En esta ocasión vuelve al futuro y a la ciencia ficción, temas ya tratados en su opera prima, para mostrarnos una peculiar sociedad en la que el dinero ha sido sustituido por el tiempo, que se utiliza como moneda de cambio para conseguir bienes y servicios, hecho que acentúa claramente las divisiones entre clases sociales, convirtiendo a los millonarios en seres prácticamente inmortales y a los pobres, sin recursos, en cadáveres ambulantes pendientes constantemente del tiempo de vida que les resta, viéndose obligados a mendigar a cambio de unos pocos minutos más. Al igual de lo que ya sucedía con Gattaca, la sociedad que dibuja Andrew Niccol funciona a la perfección, a la vez que nos muestra un futuro terrible. El problema es que, a diferencia de su anterior trabajo, en esta ocasión, una vez presentada la sociedad sobre la que transcurrirá la historia, el resto del guión termina resultando ser de lo más estúpido que se le puede arrojar a un espectador a la cara.
Lo verde empieza en las estrellas.
Me imagino a un directivo de la Warner analizando la cartera de superhéroes de DC para decidir cual será el próximo personaje de la editorial en dar el salto a la pantalla grande, porque hay que aprovechar ahora que las adaptaciones de cómics vuelven a estar de moda y a dar dinero a mansalva. Se detiene en una hoja del carpesano (si, yo Hollywood me lo imagino así) y preguntando a su ayudante por cierto enigmático personaje de traje verde. Es Green Lantern, señor, su poder es el de crear cuanto imagina gracias a un poderoso anillo que recarga en una extraña lámpara verde alienígena. El directivo pone cara de no entender un ápice de lo que le está hablando y se limita a preguntar si la cosa dará dinero. El ayudante le responde que a pesar de no tratarse de un Superman o un Batman, sí que es un personaje popular de segunda línea, al estilo de Wonder Woman, Flash o Acuaman; además el protagonista de una de las series de más éxito del momento, The Big Bang theory, suele llevar una camiseta del personaje. Finalmente el directivo coge el teléfono y encarga el proyecto: quiero a un actor guapo y medianamente popular para el protagonista, a una jamona para hacer de la chica de la que se enamora el héroe, quiero un actor reputado, a poder ser con un Oscar en su haber, que esté en horas bajas, para interpretar al malo de la película, quiero a un director que haya tenido algún éxito importante pero que no esté pasando por su mejor momento debido a algún bache comercial para asegurarnos de que acepte el proyecto, y quiero una habitación pintada de verde para rodar la mayor parte de la peli mediante croma y así ahorrarnos algo de pasta. Ah, ¡y lo quiero para el verano!
El western es un género al que, a menudo, le ha gustado romper las encorsetadas reglas de su propia idiosincrasia para ponerse a coquetear con otros estilos. De este modo, al western, se lo ha mezclado con la comedia más alocada (Sillas de montar calientes), el musical (La leyenda de la ciudad sin nombre), la ciencia ficción (Atolladero), la animación (Rango), el terror (Billy the Kid vs. Dracula), el cine erótico (Wild gals of the naked west de Russ Meyer) e incluso el cine más independiente (Dead man) y de autor (Condemor, el pecador de la pradera) no han podido evitar meter sus garras en él. Ahora nos llega un nuevo cocktail (¿molotof?), en el que al pobre western lo meten de lleno en una peli plagada de simpáticos visitantes espaciales con ganas de marcha, acción a raudales y un sentido de la aventura algo más atropellado de lo que estábamos acostumbrados a ver dentro del género.
Después del sonado éxito de las dos primeras entregas de Conan (el bárbaro y el destructor), protagonizadas por el por entonces prácticamente desconocido Arnold Schwarzenegger, hubo una auténtica fiebre por realizar películas de espada y brujería, dando como resultado títulos tan dispares en resultados como El último guerrero, El guerrero y la hechicera, El guerrero rojo, Gor, Ator, Los bárbaros (si, si, la de los gemelos), El señor de las bestias o La reina bárbara, entre muchos, muchos otros. Como suele suceder en estos casos, el género acabó muriendo de puro desgaste quedando relegado, en sus años posteriores, a un cierto éxito a nivel exclusivamente televisivo con las series de Hércules y Xena, la princesa guerrera, producidas ambas por Sam Raimi. Llegados a éste 2011 parece ser que alguien ha vuelto a apostar fuerte por los bárbaros, con este reboot de la saga Conan, que nos llega de la mano del director Marcus Nispel, quien ya intentara reflotar el género hace unos años con El guía del desfiladero. Diríamos que en esta ocasión le han salido bastante mejor las cosas.
Después de la película original de El planeta de los simios (1968), de las cuatro secuelas posteriores, de una serie de televisión, de otra serie de televisión de animación y del descalabro que supuso el reciente remake de Tim Burton, alguien en Hollywood decidió que, contra todo pronóstico, era éste un buen momento para abordar otra intentona para lograr reflotar una franquicia que muchos ya daban por irrecuperable. Así pues, este verano nos llegó a las salas de cine una nueva entrega/secuela/remake/precuela/reboot de la popular saga simiesca: El origen del planeta de los simios. ¿Qué podría salir mal?
La protagonista de Sucker Punch es una joven lolitesca, peinada con coletas y maquillada como los neones del cartel de un bar de carretera, que viste con un escueto uniforme de estudiante japonesa y lleva una katana sujeta a su espalda. Dicha protagonista está acompañada, en la película, por un grupo de muchachas de su misma edad, vestidas con provocativos uniformes de combate debidamente diseñados para lograr mostrar el mayor número de carne posible durante las reyertas. Si tenemos en cuenta que el director de la película, Zack Snyder, es el mismo que anteriormente ya había dirigido el film 300, protagonizado por unos rudos personajes masculinos de espectaculares torsos y musculatura varia, cuyas únicas vestimentas estaban compuestas por unos discretos taparrabos acompañados de unas largas capas, la pregunta que nos asalta es: ¿Es Snyder una especie de obseso sexual que utiliza sus películas para dar rienda suelta a su lívido? Y, suponiendo que la respuesta a la anterior pregunta fuera afirmativa, ¿para cuando un crossover entre ambos films?
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