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Este
muerto está muy vivo.
En
el fútbol existe una máxima que dice: “si algo funciona, no lo
toques”. Pues bien, tal afirmación también se puede aplicar
fácilmente a la gran pantalla, como bien lo demuestran los
productores de El cuerpo. Ellos fueron los responsables del
éxito comercial que supuso El orfanato y, viendo que la cosa
iba bien, decidieron seguir apostando por la fórmula que tan buenos
rendimientos les había dado y repitieron con Los ojos de Julia
y con la cinta que hoy nos ocupa. La receta es simple: a) Thriller
con toques de terror y fantástico; b) Belén Rueda convertida en una
especie de “screamgirl” nacional; c) Óscar Faura a la
fotografía; y d) Un sonido horroroso que incluso provoca que llegues
a perderte algunas líneas de diálogo.
Crimen Ferpecto.
Jack Reacher recuerda, por momentos, un capítulo de los nuevos episodios de la serie Perry Mason, pero con mucha más acción de la que allí se ofrecía y con la peculiaridad de que han sustituido al orondo y barbudo abogado por una letrada de rubia melena y senos generosos (salimos ganando) y al simpático detective que le ayudaba a resolver los casos por una especie de super agente secreto/militar encabronado con muy malas pulgas. Efectivamente no son pocos los cambios pero sigue manteniendo la esencia del típico: este caso está visto para sentencia hasta que alguien empieza a meter las narices más de la cuenta y empieza a descubrir que no todo es lo que parece y que hay mucha más gente implicada de lo que parecía en un principio y que todo termina resultando ser mucho más gordo de lo que nos habíamos imaginado. Entonces, ¿cual es el valor añadido que puede aportarnos la película? Pues que sea domingo, que esté lloviendo a mares en la calle y que tengas ganas de ver a Tom Cruise partiendo la pana.
Mezclado, no agitado.
James Bond, el popular personaje creado por Ian Fleming, cumple sus bodas de oro en el cine. Para ello, sus responsables lo han embarcado en una peligrosa aventura en la que el agente secreto deberá enfrentarse al que probablemente sea su mayor enemigo: ¿Javier Bardem? No, el paso del tiempo. Y es que el mayor reto de este Bond del siglo XXI es el de lograr aunar algo tan antagónico como tradición y modernidad. Sin lo primero no existiría Bond (esos coches, esos gadgets, esos martinis, esas hembras de carnes prietas) y sin lo segundo, seguramente, no existiría saga. Y mucho menos a estas alturas.
Los
rescatadores en Iránlandia.
Argo
no deja de ser un nombre extraño para lo que en verdad es un
thriller clásico de los de toda la vida. Exactamente la película
pertenece a ese particular subgénero del thriller que es conocido
con el nombre de: “huy, casi, por poco”. De seguro sabrán
ustedes de lo que estoy hablando. Se trata de esos films en los que
de forma continuada parece que van a suceder cosas pero “huy, casi,
por poco”. Ejemplos: Que el malo está a punto de disparar al héroe
pero en el último momento éste se agacha, el villano termina
fallando y el espectador suelta un “huy, casi, por poco”; que
faltan pocos segundos para que estalle la bomba y el prota logra
detener el reloj cortando el cable adecuado cuando apenas restaba un
segundo para hacer detonación y su cara denota un “huy, casi, por
poco”; que la voluptuosa actriz protagonista está desnuda en la
cama con el espía de turno y hace un ademán de incorporarse pero
justo antes de hacerlo se cubre con las sábanas... “huy, casi, por
poco”. Además, la cinta ha logrado una gran acogida entre crítica
y público, convirtiéndose en una de las pelis más destacadas del
año pasado, lo que lleva a preguntarnos: ¿Es Argo una gran
película? Huy, casi, por poco.
El verdugo.
Reconozco que las películas basadas en los viajes en el tiempo y en las paradojas temporales son una de mis pequeñas debilidades. Así pues cuando me enteré que se estrenaba Looper y vi las buenas críticas que había cosechado no tardé en correr hasta la sala de cine más cercana. Y una vez allí, ¿qué me encontré? Pues lo que me encontré fue un thriller de acción futurista, con toques de ciencia ficción, de western, de cine noir, de cine negro, con toques de comedia, con una historia basada en los saltos temporales, con máquinas del tiempo, algo de telequinesis, motos voladoras, futuros apocalípticos... ¡y a Bruce Willis partiendo la pana!. Yo es que no sé qué más se le puede pedir a una película de estas características. Bueno sí, que la trama funcione y esté bien resulta. Pues señores, no se lo van a creer, pero la trama funciona y está bien resuelta. Ya pueden ir descorchando el champán.
Espías
como nosotros.
El
año pasado la cadena Showtime dio el campanazo con Homeland,
la adaptación norteamericana de una serie israelí de nombre
Hatufim. Lo que, a priori, parecía el típico producto
televisivo de espías donde unos tipos muy buenos debían detener a
unos tipos muy malos antes de que, estos últimos, hicieran volar por
los aires algún tipo de edificio relevante, se acabó convirtiendo
en todo un éxito de crítica y audiencia llegando a ganar, incluso,
dos globos de oro: el de mejor serie dramática y el de mejor actriz
de serie dramática. ¿El secreto de su éxito? Conseguir una serie
bien escrita, protagonizada por personajes con profundidad, con
sorprendentes giros de guión, en la que poder encontrar momentos de
tensión trepidante y que logra enganchar a su audiencia, durante los
doce episodios que dura la primera temporada, a base de tomarse muy
en serio el típico y gastado juego del gato y el ratón.
Crimen y castigo.
En
los últimos años Hollywood ha buscado sus fuentes de inspiración
en dos ámbitos bien diferenciados para poder realizar sus propias
adaptaciones y así convertirlas en una engrasada maquinaria de
generar ingresos: los best-sellers literarios y los éxitos
cinematográficos procedentes de otros países. Si además el
best-seller literario pertenece a una exitosa trilogía, en ese caso
ya se les hace el culo pepsi-cola. En ese sentido, no resulta
sorprendente que cuando la trilogía Millenium, escrita por el
fallecido Stieg Larson, empezó a vender libros como churros y
su posterior adaptación cinematográfica, made in Suecia, fue todo
un éxito en las taquillas de media Europa, las pupilas de los
mandamases de los estudios cinematográficos más potentes de la meca
del cine empezaran a dilatar y a soltar chiribitas, ante lo que
muchos entendieron como “el negocio padre”. La adaptación
americana llegó por fin a principios de este dos mil doce, algo más
tarde de lo esperado, con un director y un actor de peso en cartel.
Atrapada por su pasado
No sé si será como consecuencia de la crisis económica que nos azota o, simplemente, es por pura casualidad, últimamente están llegando a las salas de cine películas que conllevan dramas psicológicos en los que el personaje principal las pasa canutas, alterando de esta manera tanto su vida como la de su familia sea debido a algo que ocurrió en el pasado, como en Tenemos que hablar de Kevin (2011), a la aparición de alucinaciones y de terribles sueños, como en Take Shelter (2011), o a la experiencia vivida en un pasado demasiado reciente para poder escapar de él, como en Martha Marcy May Marlene (2011), una historia escrita y dirigida por Sean Durkin (que representa su primer largometraje) y estrenada aquí hace poco más de una semana.
Viendo al perturbado personaje protagonista de la cinta Mientras duermes andando a sus anchas por el apartamento de su víctima, mientras ella todavía no ha llegado del trabajo, preparándole toda una serie de trampas para lograr sacarla de sus casillas, me vino a la mente la tierna Amelie Poulain haciendo algo bastante parecido al tendero de su barrio con la firme intención de darle una buena lección. Lo divertido es que los personajes de César y Amelie no pueden resultar más antagónicos el uno con el otro. Porque mientras ella era todo jovialidad, aquí estamos frente a un personaje protagonista desdichado hasta límites insospechados, cuya única finalidad en esta vida es la de arrastrar a cuantos le rodean hacia su incapacidad para alcanzar la felicidad. Lo habrán notado ya, estamos ante un muy buen personaje protagonista.
Tenemos un serio problema con Kevin
Pues hablemos de Kevin. ¿Y qué decir? ¿Que es un niño al que no le da la gana de hablar cuando ya tiene cierta edad para hacerlo? ¿Que habrá alguna circunstancia que le impedirá articular palabra pero que nadie sabe lo que es? ¿Que lo único que le gusta es sacar de quicio a su madre? Pues después de ver la película Tenemos que hablar de Kevin (2011), de la directora escocesa Lynne Ramsay, lo único que me queda claro es que el espectador asiste a un drama psicológico en el que se mezcla el pasado y el presente como un rompecabezas para contarnos una extraña relación que hay entre una madre y su hijo, basándose en la novela homónima de una escritora norteamericana llamada Lionel Shriver. Y es que, aunque la actriz inglesa Tilda Swinton se meta de lleno en su difícil personaje (premiada por la Asociación de Críticos Norteamericanos y por los Premios del Cine Europeo), la película solo consigue mantener al espectador por la atmósfera perturbadora que la directora ha sabido acentuar de forma visual y sonora, siendo lo demás una historia a la que le falta bastante más profundidad en cuanto al asunto central.
Teniente corrupto.
No habrá paz para los malvados es una de ese tipo de películas que parece que quieran decir: tenemos un personaje principal tan cojonudo que vamos a dejar que todo el peso de la película recaiga sobre él y a ver qué sucede (algo parecido a aquellos equipos de futbol que confían en que su estrella les resuelva un partido complicado). Lo que suele pasar en estos casos es que si el personaje es tan bueno como sus creadores habían imaginado, y el actor encargado de interpretarlo consigue hacerse con él y meterse en el papel hasta el fondo, la película suele llegar a buen puerto, mientras que, en el caso contrario, la cosa termina por naufragar al poco de arrancar. La película que nos ocupa logra llegar a buen puerto porque: a) el personaje principal es fantástico, engancha, convence y está bien escrito; y porque b) José Coronado clava la interpretación y consigue meterse en la piel de un decrépito policía en horas bajas. Pero llega a puerto con los responsables achicando agua como locos porque, a todo esto, entre medio hay una trama, así como policiaca, que empieza francamente interesante pero que va perdiendo fuerza a medida que avanza y únicamente logra sobrevivir gracias a su hilo conductor: el personaje de Santos Trinidad (si es que hasta el nombre ya es molón).
Nada más empezar, la película nos presenta a un protagonista de mirada aviesa, porte chulesco, cazadora molona, guantes de cuero, palillo en la comisura de los labios y una alarmante parquedad de palabras, haciendo rugir el motor de un potente coche justo antes de iniciar una espectacular persecución por el centro de la ciudad de Los Ángeles. Y es justamente en ese momento, cuando uno puede llegar a pensar que estamos ante una posible secuela/precuela/remake del personaje de Mario Cobretti, que aparecen sobreimpresionados los títulos de crédito del film con una tipografía que parece sacada de una película de John Hugues protagonizada por Molly Ringwald. Esa extraña mezcla y el desconcierto que provoca en el espectador se irá claramente acentuando a medida que la trama avance, convirtiéndose en la marca de la casa de la cinta.
Cuarta película como director de Andrew Niccol (suyo era también el guión de El show de Truman), quien debutara tras las cámaras con la interesante Gattaca. En esta ocasión vuelve al futuro y a la ciencia ficción, temas ya tratados en su opera prima, para mostrarnos una peculiar sociedad en la que el dinero ha sido sustituido por el tiempo, que se utiliza como moneda de cambio para conseguir bienes y servicios, hecho que acentúa claramente las divisiones entre clases sociales, convirtiendo a los millonarios en seres prácticamente inmortales y a los pobres, sin recursos, en cadáveres ambulantes pendientes constantemente del tiempo de vida que les resta, viéndose obligados a mendigar a cambio de unos pocos minutos más. Al igual de lo que ya sucedía con Gattaca, la sociedad que dibuja Andrew Niccol funciona a la perfección, a la vez que nos muestra un futuro terrible. El problema es que, a diferencia de su anterior trabajo, en esta ocasión, una vez presentada la sociedad sobre la que transcurrirá la historia, el resto del guión termina resultando ser de lo más estúpido que se le puede arrojar a un espectador a la cara.
The Killing vendría a ser una nueva confirmación de que la televisión americana está empezando a adquirir un peligroso vicio ya visto, con anterioridad, en el cine: el del remake. Si hasta el momento se habían prácticamente limitado a hacer nuevas adaptaciones de antiguos títulos americanos (V, Sensación de vivir, El coche fantástico, Galáctica), adaptándolos a nuestros tiempos, con The Killing se han ido a la otra vertiente del remake, la de versionar títulos extranjeros trasladándolos hasta tierras americanas (modelo que ya habíamos visto con la versión americana de Betty la fea y que seguirá con la adquisición por parte de la productora de Spielberg de la serie de TV3, Polseres Vermelles). En este caso se trata de adaptar una serie danesa llamada "Forbrydelsen", de gran éxito en su país, del que este remake parece haber copiado el mal gusto de su protagonista por los jerseys. Lo cierto es que, si bien uno, de por sí, no puede evitar mostrar cierta reticencia hacia este tipo de remakes americanos, también se tiene que ser justo y reconocer cuando estos productos funcionan. The killing funciona. Y mucho.
A Dios rogando y con el mazo dando.
Si existe un género en el que el director Kevin Smith, se ha sentido cómodo, en la gran mayoría de sus variables, a lo largo de su (alarmantemente decreciente) carrera, éste ha sido el de la comedia. Ya sea con la comedia indie (Clerks), la comedia adolescente (Mallrats), la comedia romántica (Una chica de Jersey), la comedia de sal gruesa (Jay y Bob el silencioso contraatacan) e incluso las buddie movies (Vaya par de polis). Es por eso por lo que ahora sorprende tanto el giro radical de 180 grados que ha realizado el director de Nueva Jersey con su nuevo trabajo, Red State, en el que se pasa, sin ningún tipo de contemplaciones, al thriller más puro, permitiéndose incluso algún pequeño guiño hacia el terror psicológico. Hay que reconocer, no obstante, que también tiene tiempo para introducir algún gag de auténtico humor negro marca de la casa. Bueno, más de uno. Lo que está claro es que, viendo como iba recientemente su trayectoria, cualquier cambio, en principio, debería ser bien recibido. Y lo cierto es que la jugada parece haberle salido bastante bien e incluso logró llevarse los premios de mejor película y actor en el reciente festival de Sitges. Hay que tener en cuenta, claro está, que ganar en Sitges más que una suerte acostumbra a acabar siendo toda una maldición viendo lo mal tratadas y peor distribuidas (quizás salvo con la excepción de Moon) que han estado las últimas películas que se han alzado con el premio.
La que se avecina
Cuando un director de cine es conocido sobre todo por ser un provocador y haber realizado algunas películas muy personales y diferentes, en cada estreno de un nuevo trabajo suyo se oyen rumores sobre las expectativas que hay puestas en él. Y, normalmente, en cuanto al resultado suelen haber varios comentarios a favor y otros totalmente en contra, pero a nadie parece dejar indiferente. En este caso, el danés Lars von Trier encaja perfectamente en este tipo de director y acaba de estrenar Melancolía (2011), una muy interesante película que fue presentada en el Festival de Cannes, donde merecidamente obtuvo el premio a la mejor actriz por Kirsten Dunst, y que está precedida por Anticristo (2009), un film que fue fruto de una depresión del director y que se percibe plenamente en la historia.
Cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar el virus.
No deja de resultar curioso lo mucho que pueden llegar a cambiar diferentes historias con una temática y/o premisa inicial similar, y los distintos caminos que la trama puede recorrer, en función de quien sea el encargado de llevar el proyecto a buen puerto. De esta manera si cogemos, por ejemplo, el caso de las películas de pandemias, virus y demás enfermedades masivas varias, resulta que la cosa puede derivar hacia una película de terror (La noche de los muertos vivientes, Infectados, 28 días después); la ciencia ficción (La amenaza de Andrómeda, 12 monos, Hijos de los hombres), la acción (Estallido), el drama (Blindness), el absurdo (The happening) o el morbo por el morbo que podrán degustar en algún que otro producto en formato telefilm emitido por televisión en las sobremesas de los fines de semana. Ahora nos llega una nueva visión, la del director Steven Soderbergh con el objetivo claro de desmarcarse por completo de todas las anteriores para ofrecernos un trabajo más cercano al... como decirlo... publi-reportaje.
La piel que habito es la película número dieciocho en la carrera de un director tan reputado y que ha logrado tantos premios y reconocimientos, tanto a nivel nacional como internacional, como Pedro Almodóvar. Y a pesar de eso, y después de más de treinta años de carrera, tenemos la gran suerte de comprobar, y poder afirmar de nuevo, que al director manchego se le sigue yendo la olla una barbaridad. Porque es justamente ahora, cuando muchos directores en sus mismas circunstancias se empiezan a amodorrar en su trabajo, que Almodóvar saca toda su artillería para realizar, probablemente, una de sus películas más extremas, salvajes y sorprendentes de toda su carrera. Y es que lo bueno que tiene Pedro Almodóvar es que en lugar de acomodarse en su privilegiada posición dentro de la industria, se dedica a jugarse el todo por el todo en cada nuevo proyecto. Cierto es que no siempre le han salido bien las cosas, como cierto es también que su última etapa como director ha resultado ser algo irregular (repartida entre obras brillantes y otras más mediocres), pero Almodóvar logra no dejar nunca a nadie indiferente con cada nuevo trabajo y esa termina resultando ser, al fin y al cabo, una de sus mayores virtudes. La piel que habito no será, sin duda, ninguna excepción. Pueden apostar por ello.
El personaje protagonista de Sin identidad es un norteamericano que viaja hasta la capital de Alemania para unos asuntos de negocios y termina pasándolas verdaderamente canutas. No entiendo muy bien que concepto deben tener los guionistas norteamericanos de Europa, pero cada vez que uno de sus ciudadanos viaja, en una de sus películas, hasta el continente europeo, se le complica la vida una barbaridad. Me viene rápidamente a la cabeza Frenético de Polanski, con ese Harrison Ford que busca a su esposa (y que guarda bastantes paralelismos con la película que hoy nos ocupa); Hostel, Un hombre lobo americano en Londres, Ronin (tanto personaje como actor), El código DaVinci o El expreso de medianoche. Por suerte en El último tango en París el personaje de Marlon Brando se lo pasaba bastante mejor aunque, claro está, no cuenta porque tanto la película como los guionistas eran italianos.

Hit-girl.
A Joe Wright, el director de la peli, lo descubrí en Orgullo y prejuicio, su primer trabajo, una película de la que no me esperaba prácticamente nada y me terminó ganando de calle. Más tarde llegó Expiación, película con una primera parte brutal y una segunda más floja, que estuvo nominada al Oscar como mejor película, pero que, incomprensiblemente, no estuvo nominada en el apartado de mejor director, y en la que encontrábamos un larguísimo plano secuencia que terminaría convirtiéndose en marca de la casa. Su tercer trabajo, El solista, fue un bonito mojón, tenía buen aspecto pero olía francamente mal, a pesar de lo cual incluía en su haber alguna plástica, aunque breve, filigrana que daba buena muestra del talento de su director. Y antes de volver de nuevo al cine de época con Ana Karenina, Wright nos presenta a Hanna, que viene a confirmar algo que ya me llevaba yo temiendo hace tiempo. Me gusta Joe Wrigth, pero existe un problema de base, siempre me termina gustando más él, como director, que sus películas.
A Joe Wright, el director de la peli, lo descubrí en Orgullo y prejuicio, su primer trabajo, una película de la que no me esperaba prácticamente nada y me terminó ganando de calle. Más tarde llegó Expiación, película con una primera parte brutal y una segunda más floja, que estuvo nominada al Oscar como mejor película, pero que, incomprensiblemente, no estuvo nominada en el apartado de mejor director, y en la que encontrábamos un larguísimo plano secuencia que terminaría convirtiéndose en marca de la casa. Su tercer trabajo, El solista, fue un bonito mojón, tenía buen aspecto pero olía francamente mal, a pesar de lo cual incluía en su haber alguna plástica, aunque breve, filigrana que daba buena muestra del talento de su director. Y antes de volver de nuevo al cine de época con Ana Karenina, Wright nos presenta a Hanna, que viene a confirmar algo que ya me llevaba yo temiendo hace tiempo. Me gusta Joe Wrigth, pero existe un problema de base, siempre me termina gustando más él, como director, que sus películas.
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