Monólogo largo de un gran Gregory Peck en la clásica Matar a un ruiseñor (1962), de Robert Mulligan:
"(...) Tom Robinson constituía el recuerdo constante de lo que ella había hecho. ¿Y qué era lo que había hecho? Había tentado a un negro. Ella era blanca y había incitado a un negro. Hizo una cosa que en nuestra sociedad es algo imperdonable: besar a un hombre negro. No se trataba de un viejo, sino de un negro joven, fuerte y vigoroso. No le importó ese código del honor antes de infringirlo, pero después halló vergonzoso su comportamiento (...)".

He aquí, una nueva aproximación al personaje de Robin Hood. Creo que sólo conozco a una persona que no se sepa la historia de pe a pa y se trata de la hija de un amigo que nació hace apenas un par de semanas. Como se suele decir en estos casos, la película apuesta por intentar dar una nueva vuelta de tuerca a la historia que ya conocemos y, en ese sentido, cabe reconocer que la cinta lo consigue, centrándose más en la forja del mito y cómo llegó a convertirse en el popular personaje, más que en sus peripecias en sí, robando a los ricos para dárselo a los pobres. En ese sentido la película se acerca más a “Robin Hood, la leyenda” que a “Las aventuras de Robin Hood”, para que nos entendamos, alejándose así de sus anteriores adaptaciones, algunas de ellas tan populares como Robin de los bosques (no veo yo a Russell Crowe dando los saltitos de Errol Flynn), la adaptación animada de la Disney, la crepuscular Robin y Marian o Robin Hood, Príncipe de los ladrones (con un Kevin Costner luciendo el pelo de Bon Jovi).

Al lío. Lady Marian, deberá hacer de tripas corazón (de León), instalando al desconocido en su casa y haciéndolo pasar por su marido a los ojos de la gente, para evitar perder sus bienes, al no tener descendencia, por mucho que en un principio le repugne la idea de compartir estancias con un individuo tan arrogante. Pero ustedes ya saben que “los que se pelean se desean“ (y en cine más) y poco a poco la muchacha se irá sintiendo más cercana al recién llegado. Por otra parte, muerto el Rey, su hermano pequeño El Príncipe Juan, heredará el trono y su primera medida será la de subir impuestos cosa mala a sus súbditos, en un afán recaptador que ríanse ustedes de la policía local de ciertos ayuntamientos. El pueblo, ahogado por las deudas deberá hacer frente como pueda a la subida de los impuestos que, los secuaces del rey, optarán por cobrar de formas altamente expeditivas. ¿Quién ayudará a las gentes de bien ante tal desdicha?
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¡Soy feliz otra vez!
Aunque cualquier amante del cine se decline más por unos géneros que por otros, hay clásicos que perduran en la memoria pertenezcan al género que sea. En este caso, un servidor no es muy adepto de los musicales, pero ante obras maestras como Cantando bajo la lluvia (1952), de Stanley Donen y Gene Kelly (que tres años antes habían realizado juntos Un día en Nueva York), uno no puede evitar caer en la tentación de disfrutar de todo el encanto que el visionado de esta gran película produce. Cada uno de sus fotogramas rebosa autenticidad y frescura debido a un guión y unos diálogos que no han envejecido en absoluto.
El mismo inicio ya indica el tono satírico que se va a usar durante toda la película, con una gran escena en la que una mujer llamada Dora Bailey presenta a las grandes estrellas que van llegando al Teatro Chino de Hollywood para ver el estreno de una película protagonizada por la pareja más aclamada del momento: Don Lockwood (Gene Kelly) y Lina Lamont (Jean Hagen, nominada al Oscar). De este par de actores la señora Bailey comenta que son "más conocidos que los huevos fritos" y cuando le propone a Don que hable sobre cómo conoció a Lina, el espectador ve su pasado mediante un flashback en el que vemos los tiempos difíciles de su infancia hasta su comienzo como actor, mientras Don explica una versión totalmente optimista a su entregado público que se ha dignado a esperar su llegada. A este falso pasado que Don rememora se une su relación sentimental con Lina de la que todo el mundo piensa que acabará en boda, algo que para nada es real; pero como se dirá más adelante, ese es el precio de la fama.
No hay que olvidar que el argumento de la película se basa en el cine dentro del cine, mostrándonos los sets de rodaje con todos los decorados y situando la acción exactamente en el final del cine mudo, con la aparición de la película El cantor de jazz (1927), cuyo estreno resulta ser apoteósico, algo que muchos creían que no iba a suceder. Este exitoso suceso hace que la productora en la que trabajan Don y Lina se plantee por obligación que la nueva película de esta popular pareja sea hablada, con un problema que no han tenido en cuenta hasta entonces: la horrible voz de Lina. La revolución que se produce a causa del cambio al cine sonoro provoca que los musicales triunfen y ese será el destino final de la película de Don y Lina, sustituyendo la voz de Lina por la de Kathy Selden (Debbie Reynolds), una aspirante a actriz que conoce Don aterrizando en su coche desde un tranvía ya que huye de sus enloquecidas fans.
Habría que comentar que a los espectadores que no les suela gustar los musicales quizás encuentren algunos bailes aburridos o otros un tanto largos, como el que protagoniza el amigo y compañero de trabajo de Don, Cosmo Brown (Donald O'Connor), con la canción Make them laugh (ya que hace demasiadas piruetas y caídas tontas en el suelo, aunque sea un gran bailarín); o la secuencia casi al final sobre Broadway (con una coreografía excelente, todo hay que decirlo). Pero también hay que mencionar la escena más popular y una de las más famosas y maravillosas de la historia del cine, la que da por título a la película con un Gene Kelly en estado de gracia.
Por eso, creo que hay que recordar este clásico no sólo por algunos buenos momentos musicales, sino por esa pura ironía mezclada con sarcasmo que muy acertadamente está introducida en la película, sobre todo, durante la primera mitad. Es casi imposible no verla con una sonrisa, con escenas tan memorables como las reprimendas que se echan en cara Don y Lina en una toma, las clases de dicción de los actores, o los problemas que se irán encontrando durante el rodaje a la hora de rodar con micrófono, algo que se verá en el pre-estreno unido a la mala sincronización del sonido con la imagen. Esto último será la gota que colma el vaso, dando al final con una esperada solución: salvar la película haciéndola un musical.
"Un clásico que se ha convertido en el musical más famoso de la historia del cine, lleno de simpatía, humor y sarcasmo"
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The Runaways pretende situar al espectador en plena década de los '70 para contar el auge y caída de un grupo de punk-rock formado íntegramente por mujeres. En cuanto a la ambientación, la película logra salir airosa (no sería el primer caso de una cinta ambientada en los '70 que cae en el ridículo intentando reproducir la época), centrándose en las dificultades sociales contra las que se toparán las chicas para llegar hasta el estrellato y lograr que se las tome en serio. Por ejemplo, en uno de los diálogos de la película, el profesor de guitarra de una de las componentes del grupo le dice: “las chicas no tocan la guitarra eléctrica”, a lo que ella responde subiendo el volumen de su amplificador y haciendo tronar el local. Desconozco si la escena sucedió en realidad, pero se tiene que reconocer que, cinematográficamente, la cosa tiene su efecto. Por el contrario, en lo de narrar la historia de un grupo de música, la película termina quedándose en las anécdotas, en el morbo, en las drogas y en alguna que otra relación lésbica ocasional, dejando una sensación de vacío general en el espectador, acerca de lo que fue el grupo.

Las chicas trabajarán duro a partir de entonces para lograr sonar como un auténtico grupo de punk-rock, sometidas a las peculiares técnicas de motivación de su estrafalario mánager. Por ejemplo, en una escena del film, el susodicho hace entrar en la caravana donde ensayan, a un grupo de muchachos que se dedicarán a lanzar mierda varia a las chicas sin ningún tipo de piedad, sólo para que aprendan a esquivar lo que les pueda arrojar el público en sus conciertos. Lo cierto es que la cosa termina pareciendo más un entreno para ninjas que para músicos. El resto de la historia ya se lo pueden ustedes imaginar: sexo, drogas, rock'n'roll y ego, un cóctel que suele resultar de los más explosivo.



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"Elvis Presley, que estás en los cielos..."
Aparte de ser un icono musical, uno de los mitos universales del siglo XX ha sido, es, y será Elvis Aaron Presley, más conocido por Elvis Presley (o Elvis a secas), considerado como el Rey del Rock and Roll y admirado por alocadas fans, e imitado, antes y después de su muerte, por incontables devotos. En 1989, Jim Jarmusch, el director de cine independiente por antonomasia de las dos últimas décadas, escribió y dirigió Mystery Train, una película de vidas cruzadas dividida en tres historias paralelas que ocurren en Memphis (Tennessee, Estados Unidos), en la que la figura de Elvis es omnipresente. Jarmusch deja su imprenta con un ritmo bastante pausado y unos personajes difíciles de catalogar, cuyas situaciones y diálogos tienen un punto de humor que es lo más destacable de la película.
En el primer relato, titulado "Lejos de Yokohama", los protagonistas son dos japoneses, Jun (Masatoshi Nagase) y Mitzuko (Youki Kudoh), que llegan en tren a Memphis para ver el Estudio Sun, de donde surgieron músicos como Carl Perkins, Jerry Lee Lewis, Roy Orbison o el mismo Elvis Presley, y también para ir de visita a Graceland, la casa-mansión de El Rey. En el siguiente relato, titulado "Un fantasma", la protagonista es Luisa (Nicoletta Braschi), una italiana a la que se le ha muerto el marido y no puede partir para Roma debido a un contratiempo del avión en el que iba a viajar. Más tarde conocerá a una mujer llamada Dee Dee (Elizabeth Bracco) que no parará de hablar en todo momento. En el último relato, titulado "Perdidos en el espacio", los protagonistas son tres tipos: Johnny (Joe Strummer), al que llaman también Elvis, Will Robinson (Rick Aviles) y Charlie (Steve Buscemi), que después de un suceso, que marcará un antes y un después en sus vidas, acabarán totalmente borrachos. El punto de unión de las tres historias es un hotel de mala muerte al que van a parar todos los personajes por alguna causa que otra, regentado por un recepcionista (Screamin' Jay Hawkins, que fue cantante en la vida real) y un botones (Cinqué Lee), que son una pareja también bastante peculiar.
Con todo lo dicho, hay que decir que, en general, el ritmo lento del desarrollo de la película es idóneo para los relatos que se plantea Jarmusch, pero sí que en algunos momentos de las tres historias está a punto de hacerse pesado. Aunque a Jarmusch talento no le falta y siempre tiene un as guardado en la manga, como se puede ver claramente en la historia más floja, "Un fantasma", en la que Nicoletta Braschi, una mujer con la que Jarmusch ya había trabajado en Bajo el peso de la ley (1986), no brilla precisamente por su gran interpretación (y si no, vean La vida es bella, con su marido Roberto Begnini), pero a mi parecer Jarmusch sabe utilizar su inexpresividad para dar más personalidad a su personaje. Hay que resaltar el momento en que ella llama por teléfono a Roma desde el aeropuerto gritando en italiano, o cuando se le caen en la entrada del hotel todas las revistas que ha comprado después de que le incitara a ello el dueño de la librería. También, la última historia va mejorando mientras va avanzando la acción, sobre todo gracias a la gran interpretación de los tres protagonistas cuando están bastante borrachos, con un buen Joe Strummer, cantante y guitarrista de la banda mítica The Clash, un buen acompañante Rick Aviles (más conocido por su papel en Ghost, de 1990) y un siempre eficaz Steve Buscemi.
Pero hay que hacer un punto y aparte en el relato crucial de la película, el de la pareja japonesa, cuyo papel es estelar. Son dos personajes para recordar; ambos son tal para cual, no están de acuerdo en casi nada. Además, él es un joven que está siempre serio y aunque ella le pregunta por qué siempre pone esa cara, él le contesta con una frase brillante: "Soy muy feliz, así es mi cara". De ahí, que ella intente hacerle reír en una escena muy cómica en la que le mira con tres diferentes caretos. Aunque la escena que sobresale por encima de todas es la que ella compara el rostro de Elvis con un Rey del Medio Oriente de la Antigüedad, con el mismo Buda, con la Estatua de la Libertad y con la misma Madonna.
En definitiva, Jarmusch consigue una película casi redonda, acompañada de una buena fotografía y una conveniente banda sonora, en la que tiene muy claro desde el primer minuto hasta el último, sin utilizar casi primeros planos y optando con bastantes planos generales en la primera historia.
"Una película llena de humor inteligente, con tres historias que hay que saborearlas paso a paso, de las que destaca la pareja japonesa de la primera, que están absolutamente brillantes"
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De un tiempo a esta parte, muchos han sido los que han visto en la televisión un refugio para la creatividad que, lamentablemente, se le negaba a la gran pantalla, más enfrascada en buscar resultados rápidos a partir de secuelas, precuelas y nuevos principios de trabajos anteriores. No obstante, rápidamente se ha contagiado la pequeña pantalla de la fiebre de remakes que acechan a su hermana mayor. Así pues, recientemente, nos han llegado nuevas revisiones de títulos antaño tan populares cómo: El coche fantástico, Sensación de vivir, Melrose Place o El prisionero. Y lo que te rondaré morena, que parece ser que la televisión USA ha encontrado una nueva gallina de los huevos de oro, por mucho que los resultados de audiencia de todos estos remakes tampoco han acabado de ser todo lo boyantes que en un principio se esperaba. Una de las últimas en subirse al carro ha sido “V”.

Total, que la mayoría de la gente está encantada de la llegada de los visitantes (incluso los que viven en los edificios situados debajo de las gigantescas naves espaciales y que no volverán a ver entrar el sol por sus ventanas el resto de sus vidas), pero un reducido grupo de humanos no se acabarán de fiar y montarán una férrea resistencia compuesta por cuatro personas. No se rían, que menos da una piedra. El grupo en cuestión está formado por un sacerdote, una agente de policía (cuyo hijo empezará a tontear con una de las extraterrestres a quien los guionistas tienen la sana costumbre de dejar en ropa interior siempre que la ocasión lo permita, o no), un conocido terrorista que bombardea lo que haga falta a cambio de una cuantiosa suma de dinero y un desertor alienígena que lleva tiempo infiltrado entre los humanos. Este dato me volvió a crear dudas como espectador. Si las lagartijas éstas llevaban tanto tiempo preparando su entrada en escena, como para tener un buen número de infiltrados con apariencia humana, ¿porque se dedican a improvisar una y otra vez nada más llegar cómo si no tuvieran ningún tipo de plan al que aferrarse?


Y es que, después de un arranque esperanzador, con un episodio piloto bastante interesante, en el cual los “visitantes” llegaban a la tierra y se mezclaba la sorpresa de la población frente a la aparición de vida extraterrestre con una especie de fervor religioso hacia los recién llegados, la serie, poco a poco, ha ido perdiendo fuelle, girando sobre sí misma, sin acabar de dirigirse hacia ningún lado, dando bandadas sin demasiado sentido y con una continúa sensación de que la cosa se está alargando más de la cuenta. O se esfuerzan mucho de cara a la segunda temporada o la cosa está claramente sentenciada.

La obsesión perjudica seriamente la salud
En la historia del cine ha habido toda clase de tipos extraños y solitarios, casi siempre apartados de la sociedad, y el que interpreta Terence Stamp en El coleccionista (1965), de William Wyler, se incluye perfectamente en este grupo de individuos. Pero no les de por pensar que el joven protagonista colecciona cadáveres, amantes, muñecas o huesos, sino mariposas. Aunque sí que es verdad que secuestra a una estudiante de arte, llamada Miranda (Samantha Eggar), de la que está profundamente enamorado, o más bien obsesionado, desde hace bastante tiempo, cuyo anhelado plan llevará a cabo después de comprar una gran casa en las afueras de Londres, gracias al dinero que consigue con el premio que gana con la quiniela (explicado mediante un flashback). El objetivo del joven, llamado Freddie, es retener a la chica durante el tiempo que sea necesario para que ella le conozca bien y se llegue a enamorar de él. Pero dada la insistencia de ella en decirle que eso no ocurrirá jamás, él no le da otra opción que la de quedarse durante unas semanas encerrada en la habitación que le ha estado preparando, con varios vestidos y material de pintura a su disposición. Mas, aunque suene un poco raro, ella le hará entrar un poco en razón utilizando con sabiduría el respeto que él le tiene, consiguiendo establecer entre ambos un tiempo de estancia máximo de un mes.
Con este argumento, basado en la novela de John Fowles y adaptado por Stanley Mann y John Kohn, no era tarea fácil para el maestro Wyler mantener el buen desarrollo de la historia; pero, sin duda alguna, desde el interesante punto de partida sabe aportar fluidez a la narración gracias, sobre todo, a su eficaz y meditada puesta en escena, a la música del recientemente fallecido e inimitable Maurice Jarre, con su banda sonora acompañando inteligentemente a las escenas cambiando de tono según lo necesario, a los buenos diálogos, y a una sugerente fotografía de Robert L. Surtees (para los decorados de los estudios de Hollywood), y de Robert Krasker (para los exteriores rodados en Londres). Las facciones del rostro de Freddie se remarcan aún más con el trabajo del enfoque de la luz y eso da mucho más carácter y carisma al personaje de Terence Stamp; sin embargo, no ocurre lo mismo con los primeros planos de ella, totalmente antagónicos ya que la fotografía es más luminosa, tanto, que su cara parece estar algo difuminada.
Hay que destacar que, salvo una tía de Freddie que aparece en el flasback antes mencionado y un vecino suyo que le hace una visita en una escena muy bien realizada, la pareja protagonista lleva todo el peso de la historia de una manera asombrosa. Terence Stamp hace un papel francamente excelente, cuyos gestos, posturas y su manera de comportarse son tan reales que el espectador se cree totalmente su forma de ser y de pensar. Samantha Eggar también consigue un veraz papel en el que a veces utiliza un doble juego que consiste en intentar persuadir a Freddie para poder escapar de allí o en hacer bien su papel de prisionera hasta que llegue su hora de huir de ese terrible refugio. Merecidamente, ambos fueron galardonados por su interpretación en el Festival de Cannes y ella fue nominada a un Oscar.
Con esta película (seis años después de Ben-Hur), William Wyler se embarcó en un proyecto tan arriesgado como lleno de matices, en el que se ve su gran trabajo con los actores (cuyo vestuario también tiene parte de importancia) impulsado por su talento para realizar, con muy buena nota, cualquier tipo de historia que tuviera entre manos. Y es que, precisamente, el resultado de El coleccionista es muy digno, dada la dificultad para llevar a cabo una película con sólo dos actores, cuyos personajes se recriminan muchas cosas y se dicen verdades como puños. Eso hace que el espectador observe con atención cualquier aspecto o detalle de la personalidad de ambos, de algún cambio que halla en su forma de actuar. Pero no es fácil saber o intuir qué es lo que ocurrirá en la escena siguiente, y esto, señores, sólo lo pueden hacer unos pocos privilegiados.
"Un buen relato repleto de sentimientos enfrentados entre un joven y su prisionera, una estudiante de arte, con la dirección de uno de los grandes: William Wyler"
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¡Que vuelven los rusos!, exclamé para mis adentros el otro día visionando Salt, la nueva peli de la Jolie, que vuelve a reencontrarse con la Lara Croft que lleva dentro y sus dotes para la acción. Y es que siempre resulta agradable regresar a los clásicos, y después de una época donde se había experimentado con variopintas identidades para los espías de las pelis, pasando por los chinos, los coreanos, los árabes e, incluso, los cubanos, siempre resulta agradable comprobar que los americanos siguen acordándose de sus amigos rusos, guardando un rincón en sus corazoncitos, en sus preferencias a la hora de encarnar a los malotes de las función. Y es que en el fondo, a la hora de enfrentarse a los yankees, nadie espía mejor que los rusos.


Y es que la película además, está dirigida por todo un experto en el tema como es Phillip Noyce (Juego de patriotas, Peligro inminente o El santo) y que ya había trabajado con la Jolie en El coleccionista de huesos. Angelina Jolie, auténtica estrella de la función, demuestra una vez más sus dotes como heroína de acción, capaz de cargarse la película a sus espaldas y tirar de ella cuando parece que la cosa empieza a flaquear.


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El club de las almas perdidas
Para muchas personas, el pasado es una carga muy grande que les ha marcado tanto que no saben vivir el presente, o no parece que lo quieran aceptar. El director canadiense Atom Egoyan lo describe muy bien en Exótica (1994), donde presenta a personajes bastante atormentados que irán desvelando sus secretos más íntimos. La manera de relatar la historia es lo que suscitará la curiosidad del espectador.
El club de strip-tease llamado Exótica es el decorado por excelencia de la historia, el lugar en el que todos los personajes se relacionan. Es un sitio donde los hombres intentan dejar de lado todos sus problemas para disfrutar de los encantos de las mujeres que bailan en el escenario; y en el que, por sólo 5 dólares, pueden ser protagonistas de un show privado con alguna de ellas, como les va diciendo Eric (Elias Koteas), el disc-jockey del local, que está obsesionado con Christina (Mia Kirshner), una descarada chica a la que nunca olvidaremos (sobre todo el sexo masculino) por las escenas en las que aparece bailando vestida de colegiala, mientras se oye la potente voz de Leonard Cohen en el excelente y sugerente tema Everybody knows (véase el vídeo añadido).
Otros personajes que irán apareciendo son: Zoe (Arsinée Khanjian, asidua de las pelis de Egoyan), que es la dueña del local; Francis Brown (Bruce Greenwood), un inspector de Hacienda que es el que tiene el papel más relevante; Thomas Pinto (Don McKellar), el propietario de una tienda de animales exóticos; o una joven Sarah Polley, cuyo personaje se conocerá más adelante.
Cuando uno acaba de ver la película la primera sensación que tiene es la de querer volver a recrear la historia por el gran poder de atracción que le ha suscitado su desarrollo. Con esto no hay más que decir que Atom Egoyan acierta a la hora de introducir, poco a poco, información que aporte detalles de la vida de estos personajes, porque, de esta manera, se irán atando cabos y, mientras, el espectador también degustará la forma de dirigir de Egoyan, con movimientos sigilosos de cámara, a veces con zooms lentos, sin haber casi nunca un plano fijo. Además, la sutil banda sonora y la muy cuidada fotografía, en la que destaca el contraste entre los colores fríos y cálidos, serán muy efectivas para la recreación de la historia; algo que también utilizó tres años después en El dulce porvenir, su película más premiada y más aclamada, bastante más trágica que Exótica (aunque demasiado sobrevalorada). Las dos historias tienen muchas cosas en común: en ambas la felicidad no tiene cabida y la esperanza es casi una utopía; son relatos en los que sólo hay espacio para el dolor y la desesperación.
En este caso, Exótica es una película mucho más misteriosa, que juega con el poder visual de las imágenes y con el erotismo de varias escenas. Atom Egoyan es un gran observador; sus personajes se miran fijamente, a veces a través de un cristal sin que alguno de ellos lo sepa que le están vigilando; o hasta se miran ellos mismos en un espejo, como queriendo ver más allá de su mente. La tensión es palpable por momentos y el juego del rompecabezas tiene un papel fundamental en la historia.
"Una misteriosa y seductora historia que se va creando como si fuera un puzzle, en la que destaca la dirección de Atom Egoyan, la fotografía, y los bailes de Mia Kirshner con la voz de Leonard Cohen de fondo"
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