Superman II Reloaded
Superman es mi personaje de ficción favorito, y no sólo eso, también es la imagen más repetida en mis calzoncillos, lo que hace de nuestra relación algo, cuanto menos, íntimo. El personaje ha cumplido los 75 recientemente, y durante su recorrido por cómics, cine, televisión, videojuegos, prensa, radio, teatro y mis calzoncillos, se las ha visto de todos los colores, superando crisis, matrimonios y muertes, y demostrando una gran flexibilidad para adaptarse a lo que venga. El personaje tiene una gran capacidad simbólica, y según el contexto se muestra capaz de representar a Estados Unidos, a los inmigrantes, al capitalismo o a toda la comunidad superheroica, por ejemplo, en lo que viene a ser una cuestión de niveles. Pero este hecho se da de manera bidireccional, ya que también existe un abanico de imágenes precisas (la capa, la “ese”, el rizo en el pelo, los calzoncillos de nuevo…) que evocan en nuestra mente al personaje. Asistir al estreno de la última de sus encarnaciones cinematográficas se convierte en todo un acontecimiento para alguien como yo, pero tras más de 140 minutos de proyección me encontré en la salida del cine comentando el pendiente en la oreja de Perry White o que la interpretación de Diane Lane parecía basada en la loca de los gatos de los Simpson, lo que no es muy buena señal.
Yo pasé la mayor parte de mi infancia en los ochenta, así que mi devoción por “el gran boy scout azul” se debe en gran parte a lo bien que le sientan las mallas a Christopher Reeve. A pesar de ello debo admitir que tras la llegada en 1987 de la muy cafre Superman IV, mi amor por el personaje sufrió un fuerte revés. Por aquel entonces las “muscle operas”, aquellas películas de acción protagonizadas por hercúleos actores de la talla de Stallone o Schwarzenegger, se encontraban en plena efervescencia, y recuerdo que en aquel contexto había llegado a comentar que Superman resultaba demasiado flacucho, que el rollo extraterrestre le hacía muy fuerte, pero que si se topaba con un van Damme kryptoniano recibiría una buena somanta de palos. Pues bien, El Hombre de Acero parece una película hecha para contentar a ese niño de diez años enfadado que era yo a finales de los 80. Henry Cavill tiene un torso que parece esculpido en mármol, un rostro bizantino y una mirada limpia. Además, la película está repleta de violentas y espectaculares peleas donde Superman se mide con otros supervillanos que le igualan en poder, algo que a ese niño enfadado que mencionábamos antes le habría encantado.
No hay duda, si en la anterior saga echabas de menos algo de acción ruda, con esta nueva puesta al día del personaje te vas a poner hasta las trancas.
Parece que la película haya sufrido un proceso de “marvelización” sin medida, por lo que encontramos un tercer acto repleto hasta decir basta de destrucción y efectos especiales, de tal manera que el espectador puede sentirse fácilmente desconectado de la trama, porque llega un momento que uno no sabe si está viendo Superman, Transformers o cualquier otro blockbuster veraniego. Cuando presenciamos a Superman, por cuarta vez consecutiva, poner el grito en el cielo al realizar una proeza tanto física como sobrehumana, el mecanismo pierde su efecto. Además, un servidor ya venía de aburrirse un poco tras un segundo acto excesivamente lánguido.
La película de Zack Snyder parece funcionar como un remake supervitaminado y mineralizado de Superman II y, aunque en un principio la elección del General Zod y sus secuaces como malos oficiales puede parecer buena para reiniciar la franquicia (ya que son pesos pesados a los que nuestro héroe deberá hacer frente), lo único que hacen es deslucir la figura del protagonista, porque éste pasa de ser alguien único y extraordinario a ser uno más de los muchos kryptonianos que pululan por el filme. Este hecho, sumado a un interés por eliminar los elementos más variopintos de la mitología de Superman y el confundir una estética gris con el realismo, sirven para vulgarizar un poco el personaje, ya que la película está faltada del sentido del humor y la fantasía que la hubieran hecho brillar más, y se echa en falta ese “sentido de la maravilla” que un director como J.J. Abrams probablemente sí habría sabido aportar a la función.
Tanto Richard Donner como Bryan Singer han hecho ciertas referencias a la mitología cristiana en sus producciones, el paralelismo resulta evidente y este es un juego con el que también se atreve El Hombre de Acero, sólo que de manera excesiva y molesta. Con ello no quiero decir que las alusiones bíblicas interrumpan constantemente la acción, sino que cuando lo hacen no son nada sutiles, ya que la película parece gritarlas a la cara del espectador. Además, en lo que concierne al universo de Superman, siempre me ha parecido más interesante su vínculo con ciertos héroes de la antigüedad clásica como Apolo y Hércules, ya que le otorgan al personaje un tono más colorista y aventurero que el que puede aportar Jesús, la verdad.
Mientras estaba sentado en la butaca del cine viendo la ruidosa demolición del planeta Tierra a cargo de unos extraterrestres, hubo una escena que me sacó de mi sopor. El fan que llevo dentro dio un brinco cuando aparecieron dos furgonetas con el emblema de Lex Corp en un lateral. Este es el único guiño al fandom que he podido percibir, ya que la película no parece haber tenido muy en cuenta a la gente que llevamos toda la vida comprando cómics, sino que parece más interesada en contentar a un público nuevo. Esta estratagema me resulta molesta sobre todo porque incluye cosas como un desenlace totalmente irrespetuoso con la esencia de Superman.
Cuando miras el Batman de Christopher Nolan en ningún momento dudas de estar viendo a Batman en la gran pantalla, algo que no sucede con El Hombre de Acero. Los edificios van cayendo y se suceden los mamporros y las escenas incongruentes, mientras crece una cierta sensación de desapego hacia su protagonista, al final todo encaja de manera fugaz, pero para entonces ya salen los títulos de crédito.
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