Marinero
de luces.
De
todas las candidatas al Oscar de este año, La vida de Pi era la
película que me generaba más dudas. Por un lado me apetecía mucho
ver la cinta porque se trataba de la adaptación de un gran
best-seller, con un director que ha demostrado que cuando quiere
puede hacer grandes cosas y que tiene un sentido del espectáculo de
lo más afilado. Además la peli había resultado ser todo un éxito
de crítica y público, lo que hacía aumentar mis ganas. Pero por
otro lado, lo que teníamos entre manos era una historia sobre un
joven indio que tenía que entablar relación con un animal salvaje
(ay), que se pasa más de la mitad del metraje en una balsa a la
deriva sin más presencia humana (ay, ay) y con un tráiler en el que
podemos ver como una enorme ballena fluorescente se marca un salto
olímpico por encima de la pequeña embarcación (ay, ay, ay). Pues
bien, después de ver la película debo reconocer que sigo más o
menos como estaba: entre dos aguas. Como el mismo protagonista.
Pi
es un joven de clase media, hijo del guarda de un zoo privado en la
India. Al principio de la peli vemos que el chaval es un rato
espabilado y que, a pesar de su ridículo nombre, se las arregla
bastante bien para salir adelante e, incluso, asistiremos a su
primera historia de amor con una atractiva joven. Todo esto tampoco
es que importe demasiado ni que sirva de gran cosa más que para
alargar un poco la peli porque al poco de conocerla ya tendrá que ir
despidiéndose de ella debido a que su familia decidirá emigrar a
otro país. Y es que resulta que el propietario del zoo decide
venderlo y el padre del prota, junto con el resto de su familia,
deberá viajar hasta Canadá para negociar la venta de los animales y
empezar allí una nueva vida.
Pero
aquí no acabarán los quebraderos de cabeza para el joven Pi.
De hecho, no habrán hecho más que empezar porque el barco en el que
viajan, rumbo a su destino, sufrirá un naufragio debido a una fuerte
tormenta. El muchacho conseguirá subirse a un bote salvavidas que
deberá compartir con un inesperado compañero de viaje: un poderoso
tigre de bengala, procedente del zoo en el que trabajaba su padre y
que viajaba con ellos en el barco. Como el tigre no acaba de entender
muy bien el tema este de compartir los espacios, el chico se las
deberá ingeniar para no terminar siendo un piscolabis para el
bicharraco. Pero el espacio es reducido, dentro de la inmensidad del
océano, y tampoco es que puedan largarse a ningún otro sitio, así
pues ambos pasajeros deberán aprender a convivir en la medida de lo
posible para emprender juntos el largo viaje que les espera.
La
peli está dirigida por Ang Lee. Su cara es la que debería
aparecer en google imágenes cuando tecleamos las palabras “carrera
cinematográfica peculiar”, porque el hombre, a lo largo de su
trayectoria, se ha atrevido con casi todo: comedia romántica, drama
de época, radiografía de la sociedad americana, western, artes
marciales, superheroes, cowboys sarasas, thriller erótico... Tanta
variedad no le ha alejado de los premios, más bien todo lo
contrario. El hombre ya ha sido nominado tres veces a los Oscar como
mejor director (incluyendo La vida de Pi) y logró una
estatuilla por Brokeback Mountain. Casi nada. Sin duda lo que
demuestra tener, por encima de todas las cosas, es un buen ojo
innegable a la hora de escoger proyectos que resulten atrayentes
tanto para crítica como para público. Con La vida de Pi lo
ha vuelto a confirmar, una vez más.
Me
gusta como arranca la cinta, con una historia, a medio camino entre
Slumdog Millionaire y Amelie, con unos personajes
atrayentes y una trama simpática. Pero todo cambia con el naufragio.
El escenario ahora es otro... y es pequeño. Nos enfrentamos entonces
a una historia de supervivencia, de vencer los miedos propios, de
lucha interior y, sobre todo, de fe. De la fe por salir adelante,
por no rendirse, por buscar alternativas, por mantener la cabeza en
su sitio... y la fe en Dios. En ese Dios de caminos inescrutables que
guía nuestros destinos y que nos pone a prueba con innumerables
peligros, pero que jamás nos deja caer. Efectivamente, amigos. La
película apesta a moralina religiosa que tira para atrás.
Esa
es, precisamente, la parte de la película que no me puedo tragar. Y
créanme que lo lamento, pero reconozco que me supera. La cinta está
muy bien filmada, la fotografía es preciosa, el protagonista está
muy convincente, los efectos especiales son extraordinarios, la peli
contiene imágenes francamente preciosas, Ang Lee logra que la
historia no se haga pesada a pesar de la dificultad de estar rodada
en su mayoría en un espacio tan reducido como el de una barca y,
además, tanto su tramo inicial como su conclusión me parecieron
bastante acertados. Pero todo el discurso de la fe, de Dios, de la
superación del hombre, del viaje interior, de los simbolismos, de
las alegorías y de las luces fluorescentes (que más que en el
océano pacífico, los protas parece que estén en Pacha Ibiza) me
terminan provocando una enorme sensación de rechazo.
Resumiendo:
Técnicamente impecable y con un buen arranque y una buena
conclusión, la moralina que reina durante el tramo central me
desgastó demasiado.
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