¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir robótica avanzada?
El Dr. Muerte, aciago enemigo de Los 4 Fantásticos, utiliza como seña de identidad una máscara de hierro que, además, oculta su rostro desfigurado. El Dr. Goldfoot, en cambio, luce un llamativo calzado bañado en oro, quien sabe si para esconder el desastroso resultado de una fatídica pedicura. Sea como fuere, este tipo de recursos son utilizados habitualmente en el mundo del cómic para dotar de personalidad a sus personajes, y sin duda la película que hoy nos ocupa posee un villano de tebeo. Pero dejando a un lado la influencia del noveno arte y hablando en líneas generales, Doctor G y su máquina de bikinis es una heterodoxa mezcla de ciertos géneros que se encontraban en plena efervescencia a mediados de los 60’s, y funciona como un cruce jovial y festivo entre una comedia de horror, una parodia de James Bond y un catálogo de lencería.
El filme está creado con el mismo molde que ha producido un inagotable suministro de películas de serie B y empieza con unos títulos de crédito diseñados por Art Clokey, uno de los pioneros de la animación con plastilina. La trama gira en torno al Dr. Goldfoot (Vincent Price), un científico loco que ha creado una máquina expendedora de chicas en bikini, como ven, aquí la ciencia ficción alcanza un punto de delirio. Estas chicas son en realidad robots indestructibles programados para el matrimonio, una serie de mujeres artificiales, pero totalmente deseables, que salen a la calle a la caza de millonarios. En su camino se toparán con Todd Armstrong (Dwayne Hickman), un joven acaudalado con muy poca fuerza de voluntad, y Craig Gamble (Frankie Avalon), un agente secreto bastante ligero de cascos.
La película posee dos armas con las que cautivar a su público; primero, el surtido elenco de bellezas en bikini, y segundo, un humor blando muy vinculado al slapstick. Con estas dos herramientas tan elementales no es de extrañar que el filme fuera un éxito en Italia, un país con una larga tradición en lo que a insustanciales comedias picantes se refiere, algo que propició una irremediable secuela coproducida con Italia y dirigida apáticamente por Mario Bava (Dr. Goldfoot and the Girl Bombs, 1966). Prosigamos con el filme, esta fantasía misógina lleva el concepto de «chica florero» a su máxima expresión y hace del cuerpo femenino un accesorio fundamental del attrezzo. Fíjense que las muchachas son ninguneadas incluso en el título, donde se prioriza el bañador de dos piezas frente a sus portadoras, que no son más que depositarias de esta pícara prenda de baño. El continente frente al contenido. En parte porque en la década de los 60’s el bikini disparó su popularidad y productos oportunistas como este lo utilizaron como reclamo.
En la película conviven dos personalidades cinematográficas bastante dispares; las de Vincent Price y Frankie Avalon. El primero se ha labrado una meritoria carrera dentro del cine de terror de bajo presupuesto, con títulos tan emblemáticos como La caída de la casa Usher (1960) o El abominable Dr. Phibes (1971), y aquí, basándose ligeramente en uno de los archienemigos de James Bond, Auric Goldfinger, compone un «mad doctor» de claros matices autoparódicos, e incluso se atreve a fusilar en clave cómica una de las escenas más célebres de El péndulo de la muerte (1961). Frankie Avalon, por su lado, fue todo un ídolo juvenil en su momento, pero sus intervenciones en la gran pantalla se limitaron básicamente a una serie de anodinas películas playeras, como Escándalo en la playa (1963), Bikini Beach (1964) o Juventud desenfadada (1965). Por último, de entre la cohorte de muñecas mecánicas del Dr. Goldfoot, destaca la estimulante presencia de Susan Hart, una actriz abonada a este tipo de productos, como así lo atestigua su aparición en Pijama Party (1964) y El fantasma del bikini invisible (1966).
La película, en definitiva, es una gansada no carente de cierto fetichismo, algunas situaciones eróticamente ambiguas y cierta apología machista, pero con una dinámica de dibujos animados que la hace bastante inocua, donde priman los chistes fáciles y las caídas tontas, y algún baile interrumpe la trama de vez en cuando. Las coreografías tampoco son nada del otro mundo y se limitan al principio básico de conciliar la percusión con el movimiento del trasero de las chicas. En la banda sonora, en cambio, podemos disfrutar de las Supremes, que compusieron un tema que casa a la perfección con la estética camp del filme.
La cinta tan solo es un flaco pretexto para mostrar a una tropa de letales fembots («robopilinguis» que diría Bender) ligeras de ropa. Pero, cuando no se muestra tan específica, intenta ser un subproducto de las películas de James Bond, esforzándose demasiado en resultar divertida. Ya sabe el lector como funcionan estas cosas, si una película está rodada en San Francisco, al menos debe contener una alocada persecución por las empinadas calles de la ciudad. Durante el tramo final del filme asistimos a una frenética carrera donde el Dr. Goldfoot y su inepto ayudante, conducen coches, sidecares, tranvías, lanchas y todo lo que se tercie, transformados en una versión de carne y hueso de Pierre Nodoyuna y Patán, los villanos de Los autos locos (1968-70).
La frase: «Lo que diré es corto pero no es agradable; señor Armstrong, ¡está casado con un robot!»
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critica Dr g y su máquina de bikinis en Muchocine.net