Referente clave del cine
underground,
John Waters es algo así como el
Robert Crumb del séptimo arte, y un autor con una extraña habilidad para resaltar lo feo, lo diferente y lo marginal, siempre artificioso y contracultural, y muy dado a la exageración, al humor estrafalario y a lo escatológico. Un discurso que puede haber quedado algo deslucido con el paso del tiempo, cuando lo
freak ha pasado a formar parte del
establishment (el amigo
Rodolfo Chiquilicuatre da fe de ello), perdiendo así gran parte del tono transgresor que podía tener en su momento. Sin embargo
Hairspray, la peli que hoy nos ocupa, aunque no exenta de cierto encanto y otras virtudes, es una obra menor en la filmografía de
Waters, fruto de un momento de inflexión en su carrera en el que se amansó un poco y empezó a tontear con las ligas mayores.
La historia, como no, tiene lugar en
Baltimore,
Maryland, en los años 60, y trata sobre una voluminosa muchacha,
Tracy Turnblad, cuyo sueño es bailar en el espectáculo de
Corny Collins, un programa de baile de la tele local. Ella, aunque más gorda que la gorda de
Amarcord, consigue una posibilidad en el espectáculo y se hace una celebridad de la noche a la mañana (hay que ver lo que recuerda esta historia a la de
Rosa de España). Ahora que es una heroína juvenil,
Tracy utilizará su fama para hablar en nombre de la causa en la que cree: la integración racial.
Waters siempre va a su bola y nos lo demuestra sacándose de la manga un musical cuando el género estaba siniestro total. La peli es un divertido homenaje a los concursos de baile televisivos que el director veía en su juventud, con una lograda estética que se mueve con facilidad entre lo retro y lo sicótico. La cinta nos presenta una sociedad almidonada donde
Bree Van de Kamp se movería como pez en el agua, y donde las amas de casa lucen estrafalarias pelucas a lo
Amy Winehouse. La reconstrucción de la época resulta caricaturesca y exagerada, y la ambientación destila inocencia y ligereza pop sin perder ese toque malsano y enrarecido marca de la casa. Lo bueno de
Waters es que, en una película hasta cierto punto agradable como esta, de repente alguien puede reventarse un grano o vomitar, para recordarnos la mierda que todos escondemos bajo la alfombra.
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El cineasta se rodea aquí de su equipo habitual, una
trouppe compuesta mayoritariamente por amigos y vecinos suyos, y de la que destaca en un doble papel
Divine, travesti y musa del director. Años más tarde la peli sería llevada a los escenarios en
Broadway con gran éxito. El relativo apogeo que está viviendo actualmente el género ha propiciado un remake de reciente cuño en el que
John Travolta retoma el rol de
Divine. La elección de
Travolta como ama de casa entrada en carnes puede parecer acertada en un principio, ya que el actor empezó su carrera en musicales, pero mientras
Divine es un puto gordo (así, tal como suena),
Travolta necesita prótesis y demás mandanga para afearse, y lo de disfrazar a la estrella de turno para que parezca fea en vez de coger alguien directamente con estas características, es un vicio
hollywoodiense que da bastante tirria.
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La peli, en definitiva, es una simpática
comedia teen que puede resultar algo
light para los seguidores más acérrimos del director, pero que tras su fachada, pretendidamente artificiosa, se esconde la autenticidad. No acepten copias, este es el cine
trash original.
La frase: “Finalmente todo Baltimore sabe que soy grande, rubia y hermosa.”Leer
critica de Hairspray (1988) en Muchocine.net