Toy Story 3 (2010)


Juegos reunidos geyper.

Resulta cuanto menos curioso el gran número de paralelismos existentes entre Toy Story 3 y el inmediatamente anterior trabajo de Pixar, Up. Ambas películas empiezan recordando el pasado de sus personajes protagonistas, mostrándonos tiempos mejores, para, una vez la historia vuelve al presente, emprender un viaje (ya sea elevando una casa con un gran número de globos o en una caja de cartón) hacia tierras desconocidas, habitadas por secundarios que no les pondrán las cosas nada fáciles. Ya en la recta final de ambas películas el sentido de la aventura hecha espectáculo se apodera de la pantalla para concluir con un emotivo epílogo. Y a pesar de que ambas películas llevan caminos paralelos, el resultado termina siendo, justamente, el opuesto. Y es que mientras Up arrancaba de forma absolutamente magistral para ir perdiendo fuelle a medida que avanzaba la trama, Toy Story 3 empieza resultando un film entretenido hasta que, llegado a cierto punto del metraje, la cinta da un salto de calidad impresionante capaz de mantener al espectador clavado en su butaca, con una recta final fascinante.

En Toy Story 3 recuperamos a Woody, Buzz y toda la panda de juguetes de Andy. El chico ya tiene diecisiete años, está a punto de irse a la universidad y, al parecer, ya no juega con sus juguetes desde que empezaron a crecerle pelos en recónditos lugares de su cuerpo. Como está a punto de abandonar el hogar familiar para irse a vivir al campus, sus juguetes terminarán donados a una guardería donde Woody y los suyos deberán hacer frente a una horda de pequeños monstruos llenos de mocos y al resto de juguetes que habitan el jardín de infancia. Además, el vaquero Woody, se niega a aceptar su suerte e intentará, por todos los medios, volver junto a su dueño.

La película está dirigida por Lee Unkrich, quien a este paso se acabará convirtiendo en todo un clásico de la factoría Pixar, y que anteriormente ya había co-dirigido Monstruos S.A. y Buscando a Nemo. Su trabajo en la dirección es otro de los puntos fuertes de la película, pues la cámara siempre parece estar colocada en el lugar adecuado, algo siempre difícil de ver, y más aún tratándose de una película de animación. Pixar, además, logra apuntarse un nuevo tanto a su favor, logrando mantener el altísimo nivel al que nos tiene acostumbrados. No obstante, y puestos a buscarle un “pero” a la compañía, estaría bien que alguno de sus trabajos se alejara un poco de los ya consabidos mensajes de siempre: los fuertes lazos de la amistad, mejor trabajar en equipo, no hay que conformarse y hay que luchar por lo que uno quiere, etc, que parecen heredados, directamente, de Disney. Por suerte, en Toy Story 3 nos han evitado otro de sus clásicos habituales, como es el ecologismo.

No obstante, y a diferencia de los trabajos anteriores de la compañía, Toy Story 3 tiene un punto oscuro de lo más siniestro y chungo. La diferencia principal entre esta tercera entrega y las dos anteriores, es que, en las primeras, los malvados de la función eran humanos (el niño de los vecinos y el propietario de la tienda de juguetes), pero, en esta ocasión, el rol de malo de turno recae en otro juguete cómo ellos, lo que acaba convirtiendo la historia en todo un tour de force por parte de nuestros protagonistas que se las verán y se las desearán para intentar salir adelante. Y es que mira que me he llegado a tragar películas de terror a lo largo de mi vida, pero pocas provocaron en mi el mismo efecto de mal rollito que me dio el camión de la basura de la cinta, envuelto en una ambientación de lo más siniestra.

Pero no se queda sólo en eso el film, que además cuenta con un humor muy agudo, cuyos mejores momentos suelen coincidir con Ken en pantalla (su encuentro con Barbie, seguro, lo habrán visto ya en los trailers) y su colección de complementos y cierta transformación de Buzz Lightyear, que termina resultando francamente descacharrante. Además, la película se permite el lujo de ofrecer al espectador algún que otro guiño cinéfilo como la escena en la que a Woody le da por imitar al prota de “Misión Imposible” o ese peluche con la forma de “Mi vecino Totoro”.

La cinta empieza con una trepidante escena de acción (más grande, más larga y sin cortes) que sirve para reencontrar al espectador con los protagonistas de la película once años después. Una vez ya puestos en situación, y después de comprobar que el tiempo ha pasado igual para todos, la trama entra en materia, encontrando una nueva buena historia que contar, resultando, además, de lo más entretenida. Pero es hacia la recta final cuando la cosa gana en todos los sentidos posibles ante las “aventuras en la gran ciudad” de Woody y su pandilla, mezclando géneros con pasmosa facilidad y atrapando al espectador dentro de una trama que se va oscureciendo a medida que avanza hasta su clímax final.

Resumiendo: Nuevo tanto para Pixar, que recupera a los protagonistas de su primer film para meterlos dentro de una nueva aventura, más oscura que sus antecesoras, con una fantástica recta final.



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Màscares (Máscaras, 2009)


Detrás del telón

Los amantes, tanto del teatro como del cine, se habrán preguntado muchas veces cómo se preparan los actores para personificar, de la manera más verosímil, los papeles que les toca interpretar; y la diferencia más grande entre los dos campos artísticos es que, en el primero, los actores tienen que meterse en la piel de su personaje durante no se sabe cúanto tiempo (días, semanas, meses o hasta años); en cambio, en el segundo, los actores quizás repetirán varias veces una escena, pero no volverán a ella nunca más cuando el resultado de la toma se haya dado por buena.


En el eficaz y necesario documental Màscares (2009), de Elisabet Cabeza y Esteve Riambau, el magnífico actor catalán Josep Maria Pou nos regala, con entusiasmo y mucha profesionalidad, todo su proceso de creación de uno de los personajes más universales de la historia del cine y de la cultura en general, el señor Orson Welles, en la obra que tiene por título Su seguro servidor, Orson Welles (2008, estrenada en el festival Grec de Barcelona y finalista a los premios Max de teatro), dirigida por el mismo Esteve Riambau, que significa su primera incursión en el teatro. Adaptada de la obra original del norteamericano Richard France (que también aparece en la película), la historia nos cuenta los últimos días del genial cineasta, que con setenta años graba anuncios publicitarios en la radio, recordando tiempos mejores y demostrando sus dotes también como presdigitador (realmente, Welles hacía shows como prestidigitador). En un momento de la obra, Josep Maria Pou recita una frase del mismo Welles que define perfectamente la diferencia entre teatro y cine: "En el teatro, cuando el mago hace desaparecer la paloma nos preguntamos: ¿cómo lo ha hecho?; en el cine, la pregunta es: ¿cómo lo hicieron? Esta diferencia de tiempo es la que distingue el cine del teatro, el truco de la magia".


Gracias a la incursión en esta obra sobre Welles, el espectador goza durante una hora y media de los recursos y dolores de cabeza de uno de los actores más respetados y venerados del mundo del teatro. Y hasta nos percatamos de que, aunque un actor tenga muchísima experiencia, es innegable que debe pasar por un período de prueba en el que él mismo va indagando poco a poco la manera de encontrar el punto idóneo para encarnar al personaje que interpreta. Por eso, lo mejor de toda la película son las reflexiones de Josep Maria Pou ante la cámara, donde revela todos sus trucos, miedos y dudas. A Pou le encanta memorizar y recita el texto de la obra infinidad de veces, tanto en la calle como en su casa, y hasta en la cama (cualquier sitio vale para aprenderse cada día unos cuantos folios). De ahí que el valor de este documental sea mucho más didáctico que cinematográfico, y que sea de vital importancia para todos los actores que estén estudiando artes dramáticas.


Los responsables de esta gran idea, que ya habían dirigido juntos en 2005 el documental La doble vida del faquir (ambos documentales fueron estrenados en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián), son los nombrados Elisabet Cabeza, periodista y profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona, y Esteve Riambau, también profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona, nombrado este año director de la Filmoteca de Catalunya, crítico de cine, autor de unos treinta libros sobre Historia del Cine y gran conocedor de la obra de Orson Welles, que han sabido impregnar a la película de buenos e interesantes momentos, en los que vemos cambios tanto en el vestuario del personaje de Welles como en algunos puntos en concreto de los diálogos, con el acompañamiento de la elegante música de Eduardo Arbide, y contando, por supuesto, con la necesaria presencia de Josep María Pou, que descifra, poco a poco y detalle a detalle, todo los entresijos que tiene que ir amoldando el actor para superar el miedo escénico al que se enfrenta. Él mismo nos cuenta un secreto: a todo gran actor siempre le asustan los primeros ensayos, ya que no se atreve a enseñar lo que tiene aprendido del personaje por si no es realmente lo que busca el director, o por si los demás compañeros no lo ven de la misma forma que él. En definitiva, es como desnudarse ante ellos.


"Un documental instructivo que retrata minuciosamente los recursos y los miedos de una de las grandes figuras del teatro, Josep Maria Pou"



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El pueblo de los Gigantes (Village of the Giants, 1965)


Los problemas crecen.

Hay películas que se inspiran en sus efectos especiales, e incluso hay cineastas que consagran su carrera a ellos, pero Bert I. Gordon es toda una singularidad por la dedicación que ha demostrado a un único y deslucido efecto especial; la retroproyección. Un burdo trucaje con el que ha abordado de manera insistente un subgénero que, si me permiten el juego de palabras, le viene grande; el gigantismo. Dinosaurios, cíclopes, saltamontes, tarántulas e incluso gallinas de gran tamaño, pueblan una filmografía con tendencia a los excesos y que le ha ganado el apodo de «Mr. Big», un mote que puede hacer referencia tanto a sus iniciales como a su interés por los monstruos agigantados. En El pueblo de los gigantes Bert I. Gordon afronta su temática habitual, la de los bichos con problemas de crecimiento, y la mezcla con las películas playeras de la época, en lo que viene a ser una desinhibida antología del cine juvenil de los 60’s. Probablemente la película también se podría haber titulado «El ataque de los adolescentes de 50 pies» o «Yo fui un gigante adolescente».


La mecánica del filme queda bien establecida desde la primera escena, en ella un coche conducido por un grupo de jóvenes de la gran ciudad se ha estrellado contra un poste de teléfonos a causa de una tormenta, pero no hay ningún herido. Los chicos salen del auto en un estado de euforia que les durará todo el metraje; gritan, bailan, beben cerveza y se lamen los unos a los otros bajo la lluvia, mientras en la radio suena una melodía pegadiza a todo trapo. El desenfreno yeyé deriva hacia una lucha en el barro donde todos participan, en lo que viene a ser una celebración hedonista de su estupidez y juventud. La secuencia nos plantea al menos tres cuestiones clave: 1) ¿qué sentido tiene todo esto?; 2) ¿cómo cabía toda esta gente en un solo coche?; y 3) ¿hasta cuándo pueden alargar esta escena? Tanto despropósito puede generar altas dosis de desasosiego en el espectador y por eso conviene echar mano de la infinita sabiduría de Homer Simpson, que en una ocasión parecida dijo: «Es una fiesta Marge, no le busques lógica.»


La historia [sic] continúa en un pueblo cercano, donde un niño se divierte con su juego de química. El chaval al parecer es todo un genio, tiene el sótano lleno de probetas humeantes y sin querer provoca una explosión, lo que en argot cinematográfico equivale casi a un doctorado en ciencias. El resultado del estallido es el «goo», una pasta rosada capaz de aumentar el tamaño de quien la ingiere, los primeros en comprobar sus asombrosos efectos son un gato, un perro y un par de patos. El filme sostiene la idea de que si un perro haciendo monerías encandila al público, un perro que es cuatro veces su tamaño normal encandilará al público el cuádruple, un argumento que la película defiende sin sonrojarse. Lo siguiente que sucede tiene que ver con los patos, que huyen y se cuelan en un guateque donde The Beau Brummels, una banda de pop-rock con cierta repercusión a mediados de los 60’s, toca música en directo. La trama no está dispuesta a dejar escapar la ocasión de mostrarnos un número de baile, aunque para ello deba meter en la pista a un par de patos gigantescos.


A partir de aquí hay diversas escenas que tienen que ver con las tentativas de los chicos malos de la ciudad por hacerse con el «goo», hasta que finalmente logran su cometido y adquieren un tamaño desproporcionado. Beau Bridges, el hermano de Jeff, interpreta a uno de los hiperbólicos adolescentes, y un jovencísimo Ron Howard, el futuro director de Un, dos, tres... ¡Splash! (1984), Willow (1988) o El Código Da Vinci (2006), da vida al pequeño genio que inventa el «goo». Pero el actor con una carrera de mayor éxito en el filme, es sin duda Orangey, el gato. Este minino ya había llevado a cabo un papel similar en El increíble hombre menguante (1957), pero también ha intervenido en películas como Esta isla, la tierra (1955) o Desayuno con diamantes (1961), además de ser el único gato que ha ganado dos veces el premio Patsy, la versión animal de los Oscar. Lo que lo convierte en algo así como el Jack Nicholson del mundo felino, supongo.


El pueblo de los gigantes toma prestada su premisa de una novela de H.G. Wells, pero cualquier rastro de El alimento de los dioses se diluye en una orgía de psicodelia yeyé y fantasía naïf. El filme parece un producto hecho a medida de los autocines de la época, y ofrece básicamente gigantismo, humor, chicas en bikini, largos números musicales y algunos colosos con las hormonas descontroladas, mientras la trama trivializa sobre el conflicto generacional, la angustia adolescente y la rebeldía. Al final, lo que queda, es la inevitable lectura que se obtiene del «goo», entendiendo esta sustancia química como una alegoría inversa de las drogas, ya que el subidón anímico que habitualmente se relaciona con ellas, aquí se materializa en un estado corporal excedido. Algo que, si lo piensan bien, tiene su miga. Para terminar, un detalle, es posible que el tema principal de la banda sonora compuesta por Jack Nietzsche les suene de algo, ya que recientemente Quentin Tarantino lo ha incluido en Death Proof (2007).



La frase: «En esta ciudad, por primera vez en mi vida, soy de veras un gran hombre, en todo el sentido de la palabra.»

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Canino (2009)

¡Cariño, he encerrado a los niños!

Viendo Canino, del griego Giorgos Lanthimos, me acordé de El bosque de M. Night Shyamalan. Cierto es que ambas películas juegan en ligas totalmente distintas y prácticamente opuestas, pero, no obstante, guardan ciertos parecidos. En las dos películas encontramos a unos personajes encerrados en una mentira que ellos creen real, que lo están debido a que otros personajes consideran que su falta de libertad es por su propio bien o que, para evitar que salgan al mundo real, se inventan un peligro externo (ya sean monstruos o gatos). Obviamente los paralelismos entre los títulos terminan aquí y mientras que El bosque basaba todo el peso de la película en el thriller y en un, cómo no, inesperado giro de guión, los responsables de Canino están mucho más interesados en profundizar en los personajes protagonistas y en cómo una situación tan extraña como la que presenta la película puede llevarse hasta las últimas consecuencias. De hecho se podría decir que los defectos de la primera terminan convirtiéndose en las virtudes de la última.

En Canino encontramos a una familia formada por un matrimonio y sus tres hijos, ya mayores (dos hijas y un hijo), que viven en una casa, con un gran jardín, situada a las afueras de la ciudad, sin vecinos cercanos. La casa está rodeada por una gran valla que impide que los hijos puedan llegar a tener contacto con el mundo exterior. El caso es que ninguno de los tres hijos ha traspasado jamás la valla de entrada de la casa, privilegio reservado al patriarca, quien cada día abandona el hogar en su coche para ir a trabajar y realizar las compras necesarias, mientras la madre se queda al cuidado de los hijos, quienes sobrellevan el tedio a base de inventarse juegos. Su único contacto con el mundo exterior es Christine, una empleada de seguridad de la fábrica en la que trabaja el padre, que, cada cierto tiempo, se desplaza hasta la casa para satisfacer las necesidades sexuales del hijo varón (al parecer las hijas ya deben satisfacerse ellas solitas).

Los padres pretenden que sus hijos sigan siendo todo lo puros que puedan, evitando a toda costa la contaminación del mundo exterior. La cosa empezará a complicarse cuando, en una de las habituales visitas de Christine, entre en la casa una cinta en VHS de Rocky y una de las hijas empiece a entender que existe todo un mundo fuera de las cuatro paredes en las que se hallan recluidos. Yo creo que aquí los guionistas han estado listos, porque si la cinta en lugar de ser Rocky hubiera sido una de Rambo, la película apenas hubiera durado media hora, porque la hija en un plis plas se los cargaba a todos.

Lo cierto es que la forma de comportarse del matrimonio protagonista, recuerda poderosamente al de un sistema dictatorial. Los padres, creyendo saber en todo momento lo que más les conviene a sus hijos, los aíslan del mundo real privándoles de cualquier contacto con una realidad, que ellos desconocen, a base de artimañas y mentiras. Dicho desconocimiento provoca una falsa sensación de felicidad en los hijos, provocada a partir de unas rígidas reglas, impuestas con mano de hierro, y el miedo ante lo desconocido. Cuando el miedo se convierta en curiosidad, por parte de una de las hijas, los padres verán peligrar toda su, peculiar, forma de educación.

Canino no es una película fácil, para que nos vamos a engañar. Apenas hay exteriores, la gran mayoría de su metraje transcurre con cámara fija (tan solo conté un par de planos con la cámara en movimiento), no hay música y cuenta con unas interpretaciones, por parte de sus protagonistas, que no serían, precisamente, el no va más de la expresividad. Todo en ella resuma un gran sentido de la contención. A pesar de ello, la película transmite un punto hipnótico que me atrapó con cierta facilidad. El film empieza creando un gran desconcierto entre el espectador, incapaz de comprender el funcionamiento de tan disfuncional familia, pero a medida que avanza la trama se van aclarando las dudas surgidas en su tramo inicial. A pesar de que en algún momento el tedio vivido por los personajes puede llegar a apoderarse de uno, lo cierto es que la película logra no decaer en exceso en su hora y media de duración, con una recta final que cuenta con la loable capacidad de perdurar en el espectador. Canino es perversa, dura, fría y terriblemente angustiosa y, a pesar de lo cual, presenta un sentido del humor macabro ofrecido con cuentagotas.

Resumiendo: Extraño y acertado experimento centrado en un pequeño nucleo familiar aislado del resto de la sociedad, plagado de muy muy mala baba.



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María y yo (2010)


Soy única, como todos los demás

Los padres que tienen hijos autistas (o, en general, con alguna patología congénita) les debió resultar muy duro hacerse a la idea de que su bebé no era como el que ellos hubieran deseado. La prueba inicial que se debe pasar es adaptarse a las limitaciones de la discapacidad de la criatura, sin dejar de lado el empeño de conseguir que su hijo sea tan feliz como otro cualquiera, intentando que su entorno sea positivo y apropiado para su evolución. Sin embargo, dada la especial atención a la que debe ser atendido el niño y, a veces, debido a algunas de sus reacciones inevitables de conducta, las miradas de las demás personas, situadas fuera de su vínculo familiar y emocional, pueden resultar bastante molestas o incómodas para los propios padres afectados.


Esto es lo mismo que siente el dibujante de cómics Miguel Gallardo, que en su estimable historia María y yo (ed. Astiberri, 2009), deja ilustrados sus sentimientos más sinceros nacidos de su relación con su querida hija María, de 14 años y autista de nacimiento (salvo excepciones, el autismo se tiene de nacimiento), con la que comparte sus dibujos y sus vacaciones. Ella vive con su madre, May, en Canarias, y él vive en Barcelona, y cuando disfrutan juntos de esas vacaciones suelen pasar el tiempo entre la ciudad condal y un hotel del sur de Gran Canaria repleto de guiris, la mayoría de ellos alemanes. En esos días suele haber la misma rutina y los mismos paseos, donde no suele faltar el baño en la piscina (a los dos les gusta mucho el agua). Pero lo que a María le encanta es cojer un puñado de granos de arena de la playa y soltarlos poco a poco cerca de su cara, como encerrándose aún más en su mundo interior.


El director Félix Fernández de Castro se ha basado en este cómic y ha hecho su primera película con el mismo nombre, María y yo (2010), consiguiendo realmente tanta ternura como la historia de Gallardo. El resultado deja claro que los dos puntos de vista parecen formar parte de un conjunto único, como si la película fuera un extra del cómic, con entrevistas tanto a Gallardo como a May, dando aún más información sobre la extraña enfermedad del autismo, que aún hoy en día se desconocen las causas exactas que producen su aparición.

Aunque la gran diferencia entre el cómic y la película es que el primero es más directo, corto y ameno, dejando mucha libertad a la imaginación del lector. En cambio, en la película hay que rellenar una hora y veinte minutos de metraje, por lo que se da más importancia a otros personajes que en la historia original no tenían tanto, como May, la madre de María que vive en Canarias. Las escenas en el hogar de Canarias, con el abuelo Pepe y parte de la familia, cortan el ritmo de la historia, porque simplemente son momentos en los que María cena o hace otras cosas, como intentar depilarse las piernas o vestirse, hechos que para el espectador no tienen el mínimo interés, sobre todo, comparándolos con todas las escenas de la relación entre ella y su padre. Es cierto que la madre es vital para la vida de María pero se podría haber enfocado de otra forma para que no afectara tanto a la narrativa de la historia.


El acierto más grande de la película es haber sabido jugar con el montaje y haber apostado por utilizar diferentes técnicas de animación, con el mismo trazo de Gallardo para algunos dibujos. Y es que para un servidor, los mejores momentos son los que el espectador puede ver a Gallardo en acción. Este artista lleva más de 30 años haciendo cómics e ilustraciones, y cuando empezó a dibujar para su hija María cambió su estilo de dibujo más meticuloso por uno más simple y abocetado. Esa soltura que fue ganando a la hora de dibujar en su libreta a los familiares y amigos que María le iba nombrando (ella tiene una memoria increíble) se puede percibir tanto en el cómic como en la película y, además, ayuda a que la historia llegue al espectador plenamente, simpatizando con el mundo propio en el que vive María.


"Un documental tan sincero y tierno como el cómic de Miguel Gallardo en el que se basa, con una acertada utilización de la animación, pero al que le falta ritmo en algunas escenas que no aparecían en la historia original"



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Doctor G y su máquina de bikinis (Dr. Goldfoot and the bikini machine, 1965)


¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir robótica avanzada?

El Dr. Muerte, aciago enemigo de Los 4 Fantásticos, utiliza como seña de identidad una máscara de hierro que, además, oculta su rostro desfigurado. El Dr. Goldfoot, en cambio, luce un llamativo calzado bañado en oro, quien sabe si para esconder el desastroso resultado de una fatídica pedicura. Sea como fuere, este tipo de recursos son utilizados habitualmente en el mundo del cómic para dotar de personalidad a sus personajes, y sin duda la película que hoy nos ocupa posee un villano de tebeo. Pero dejando a un lado la influencia del noveno arte y hablando en líneas generales, Doctor G y su máquina de bikinis es una heterodoxa mezcla de ciertos géneros que se encontraban en plena efervescencia a mediados de los 60’s, y funciona como un cruce jovial y festivo entre una comedia de horror, una parodia de James Bond y un catálogo de lencería.


El filme está creado con el mismo molde que ha producido un inagotable suministro de películas de serie B y empieza con unos títulos de crédito diseñados por Art Clokey, uno de los pioneros de la animación con plastilina. La trama gira en torno al Dr. Goldfoot (Vincent Price), un científico loco que ha creado una máquina expendedora de chicas en bikini, como ven, aquí la ciencia ficción alcanza un punto de delirio. Estas chicas son en realidad robots indestructibles programados para el matrimonio, una serie de mujeres artificiales, pero totalmente deseables, que salen a la calle a la caza de millonarios. En su camino se toparán con Todd Armstrong (Dwayne Hickman), un joven acaudalado con muy poca fuerza de voluntad, y Craig Gamble (Frankie Avalon), un agente secreto bastante ligero de cascos.


La película posee dos armas con las que cautivar a su público; primero, el surtido elenco de bellezas en bikini, y segundo, un humor blando muy vinculado al slapstick. Con estas dos herramientas tan elementales no es de extrañar que el filme fuera un éxito en Italia, un país con una larga tradición en lo que a insustanciales comedias picantes se refiere, algo que propició una irremediable secuela coproducida con Italia y dirigida apáticamente por Mario Bava (Dr. Goldfoot and the Girl Bombs, 1966). Prosigamos con el filme, esta fantasía misógina lleva el concepto de «chica florero» a su máxima expresión y hace del cuerpo femenino un accesorio fundamental del attrezzo. Fíjense que las muchachas son ninguneadas incluso en el título, donde se prioriza el bañador de dos piezas frente a sus portadoras, que no son más que depositarias de esta pícara prenda de baño. El continente frente al contenido. En parte porque en la década de los 60’s el bikini disparó su popularidad y productos oportunistas como este lo utilizaron como reclamo.


En la película conviven dos personalidades cinematográficas bastante dispares; las de Vincent Price y Frankie Avalon. El primero se ha labrado una meritoria carrera dentro del cine de terror de bajo presupuesto, con títulos tan emblemáticos como La caída de la casa Usher (1960) o El abominable Dr. Phibes (1971), y aquí, basándose ligeramente en uno de los archienemigos de James Bond, Auric Goldfinger, compone un «mad doctor» de claros matices autoparódicos, e incluso se atreve a fusilar en clave cómica una de las escenas más célebres de El péndulo de la muerte (1961). Frankie Avalon, por su lado, fue todo un ídolo juvenil en su momento, pero sus intervenciones en la gran pantalla se limitaron básicamente a una serie de anodinas películas playeras, como Escándalo en la playa (1963), Bikini Beach (1964) o Juventud desenfadada (1965). Por último, de entre la cohorte de muñecas mecánicas del Dr. Goldfoot, destaca la estimulante presencia de Susan Hart, una actriz abonada a este tipo de productos, como así lo atestigua su aparición en Pijama Party (1964) y El fantasma del bikini invisible (1966).


La película, en definitiva, es una gansada no carente de cierto fetichismo, algunas situaciones eróticamente ambiguas y cierta apología machista, pero con una dinámica de dibujos animados que la hace bastante inocua, donde priman los chistes fáciles y las caídas tontas, y algún baile interrumpe la trama de vez en cuando. Las coreografías tampoco son nada del otro mundo y se limitan al principio básico de conciliar la percusión con el movimiento del trasero de las chicas. En la banda sonora, en cambio, podemos disfrutar de las Supremes, que compusieron un tema que casa a la perfección con la estética camp del filme.


La cinta tan solo es un flaco pretexto para mostrar a una tropa de letales fembots («robopilinguis» que diría Bender) ligeras de ropa. Pero, cuando no se muestra tan específica, intenta ser un subproducto de las películas de James Bond, esforzándose demasiado en resultar divertida. Ya sabe el lector como funcionan estas cosas, si una película está rodada en San Francisco, al menos debe contener una alocada persecución por las empinadas calles de la ciudad. Durante el tramo final del filme asistimos a una frenética carrera donde el Dr. Goldfoot y su inepto ayudante, conducen coches, sidecares, tranvías, lanchas y todo lo que se tercie, transformados en una versión de carne y hueso de Pierre Nodoyuna y Patán, los villanos de Los autos locos (1968-70).



La frase: «Lo que diré es corto pero no es agradable; señor Armstrong, ¡está casado con un robot!»

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El equipo A (2010)

Me encanta que los planes salgan como el culo.

Una vez más un producto destinado para la televisión termina dando el salto a la pantalla grande. En esta ocasión le ha tocado el turno a El equipo A. Así pues, nos volvemos a encontrar, después de más de veinte años, con los personajes de Hannibal (Liam Neeson), que sigue fumando puros y encantado de que los planes le salgan bien, Fénix (el guapo de Resacón en las Vegas), todo un picaflor y un vendemotos nato, Murdock (el prota de Distrito 9), tan chalado como siempre y piloto vocacional y M.A. Barracus, peinado con su cresta y conduciendo su mítica furgoneta. Cierto es que algunas cosas se las han saltado a la torera: Hannibal ya no se disfraza para engañar a los malos, M.A. ya no luce toda su chatarrería colgada del cuello, la guerra de Vietnam ha sido sustituida por la de Irak y, lo más destacable sin lugar a dudas, a diferencia de la serie de televisión, ¡en la película sí muere gente! (en la serie cada vez que volaba un coche por los aires el director se encargaba de colocarnos el plano de rigor donde el espectador podía comprobar que a sus ocupantes no les había pasado nada y que el accidente no había perjudicado sus dotes para el claqué).

La película empieza en México, donde un soldado ranger americano, Hannibal, se encuentra en medio del desierto y por pura casualidad con otro ranger como él, M.A., que decidirá ayudarlo a rescatar a otro ranger amigo del primero, Fénix, y los tres finalmente lograrán escapar de los malos de turno gracias a un paciente de psiquiatría de un hospital del lugar, Murdock, que se mostrará especialmente habilidoso a los mandos de un helicóptero, y que resultará ser, lo habrán adivinado ya, un ranger también. No se yo. O son demasiadas casualidades para los primeros quince minutos de una película o es que en México hay más rangers americanos que mejicanos de a pie.

Total, que ya tenemos a toda la panda unida y en el siguiente plano ya están los cuatro formando batallón y sirviendo al gobierno americano en la guerra de Irak (al parecer el hecho de que uno de los cuatro sea un loco de remate no parece importarle demasiado al ejercito de los Estados Unidos). Los tios resultan ser unos máquinas de cuidado pero acabarán cayendo en una emboscada y siendo juzgados por un delito que no cometieron, aunque no tardarán en fugarse de la prisión en la que se encontraban. Coño, esto me suena a mi de algo. En fin, que una vez ya en libertad los cuatro unirán esfuerzos para intentar limpiar su buen nombre y detener al responsable de que acabaran en prisión. De por medio resultará que también hay una tía que trabaja para el gobierno americano y que resultará ser un antiguo rollete de Fénix (como medio país, vaya que novedad), que, al igual que ellos, resultará afectada por todo el embrollo y decidirá ayudarlos en su misión. La chica está interpretada por Jessica Biel, que, como tia buena de la peli, da el (ejem) perfil.

El día en que la ciencia ficción empezó a usar la acción, las películas de acción empezaron a usar la ciencia ficción. La escalada que ha imperado en los últimos tiempos en el cine de acción, de tener que hacer una película más grande, espectacular, pirotécnica y demoledora que cualquier anterior, ha acabado convirtiendo el género en una especie de barra libre en la que todo vale. Tipos corriendo boca abajo en vertical por grandes rascacielos disparando a troche y moche, peligrosas persecuciones por tierra/aire adornadas con giros imposibles, grandes explosiones que lo arrasan todo a su paso, saltos estratosféricos y demás parafernalia pueblan la película. Particularmente suelo mostrarme bastante paciente con este tipo de cosas. A veces incluso me río de las barbaridades que se llegan a inventar. El equipo A resulta ser una barbaridad tras otra pero, la saturación, provoca que pierda la gracia. La más gorda de la película es la del tanque que planea los cielos con tres paracaídas (un hombre usa un paracaídas; un tanque usa tres paracaídas; en conclusión, un tanque del ejercito pesa igual a tres hombres. Yo sigo sin verlo claro). Y esa no es la barbaridad más gorda, ¡que después pierde los paracaídas y el cacharro tiene que aterrizar!

El equipo A es, probablemente, de dentro del grupo de las películas más simples de la historia, una de las peor explicadas. El argumento está tan gastado y se ha visto tantas veces (con los mismos giros de guión), que a uno sólo le queda el consuelo de ver lo mal narrada que está para que pueda resultar mínimamente interesante. No acabo de entender porque la película empieza con la escena donde se conocen los protagonistas en México, en lugar de empezar directamente con los cuatro en la guerra de Irak. Ah, sí, se trata de meter una gran escena de acción de veinte minutos.

Bueno, pues lo que viene después no deja de ser más de lo mismo. Acción hiperbólica a patadas. De hecho, la serie original de El equipo A, no es más que el vehículo para poder ejecutar grandes escenas de acción, sin respetar la esencia de la serie más allá de algún que otro guiño como los que les comentaba al inicio de la reseña. Nada que nos deba extrañar, de hecho es lo que llevan haciendo con la gran mayoría de las recientes adaptaciones de series de televisión a la gran pantalla. Apenas sin tiempo de reacción posible en el espectador la película avanza a trompicones aunque sin dejar demasiado rato de respiro, hasta una escena final igual de estúpida y espectacular que todo el resto, que transcurre, en un nuevo alarde de originalidad por parte de sus guionistas, de noche en un puerto de mercancías.

Resumiendo: Acción exagerada y sin demasiado sentido para recuperar un título de los años '80 que difícilmente reconocerán en la película. Que alguien contrate al verdadero equipo A para que se encarguen de los guionistas.



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Marty (1955)


Hombre blanco soltero busca...

La vida de cada individuo parece estar marcada por un desarrollo lógico de la cultura familiar. Cuando uno es pequeño y sigue el proceso de educación, tanto en su casa como en la escuela, se va dando cuenta del camino que para muchos debería seguir: estudio, trabajo, matrimonio e hijos. Este pensamiento le da por pensar si, en su día, alguien decidió que toda persona debía formar una familia como obvio crecimiento de una vida normal y corriente. Por eso, aunque la cosa ha cambiado bastante, aún hay parte de la sociedad que ve con malos ojos a las parejas que no se han casado y encima tienen hijos, y a aquellos hombres y mujeres que ya tienen una edad avanzada y todavía no se han unido en matrimonio, viviendo encima en casa de sus padres.


Todo esto lo explica bastante bien la ópera prima del director norteamericano Delbert Mann, Marty (1955), uno de los debuts cinematográficos más premiados de la historia del cine, con 4 Oscars (Mejor Película, director, actor y guión) y la Palma de Oro en Cannes. En esta bienintencionada y simpática película, el protagonista es un tal Marty Piletti (Ernest Borgnine), un carnicero soltero de 34 años que aún vive con su madre y que aguanta cada día la típica frase de sus clientas: "Marty, debería darte vergüenza". Marty es el mayor de cinco hermanos y el único que todavía no se ha casado ni tiene hijos. Su madre, Theresa Piletti (Esther Minciotti), no deja de insistirle que encuentre de una vez a una mujer y hasta si es necesario se la buscará ella. Él siempre hace lo mismo: las noches en las que sale a dar una vuelta lo hace con su inseparable amigo Angie (Joe Mantell), un tímido tipo de 33 años que también está soltero. Ambos son tal para cual, sin saber qué hacer ni adónde ir, siempre recibiendo calabazas de las mujeres a las que deciden conquistar. Una noche, por insistencia de su madre, Marty, acompañado cómo no de Angie, decide ir a Stardust, una gran sala de baile a la que ya ha ido unas cuantas veces. Pero esa noche será distinta ya que, por cosas del azar, conocerá a una tal Clara (Betsy Blair), una mujer soltera de 29 años con la que entablará una buena amistad y quizás algo más.


El mayor acierto de Delbert Mann es apostar por una historia sencilla de principio a fin, con la impagable presencia de Ernest Borgnine. Sin embargo, la historia aún podría haber sido más simple y directa si no se hubiera contado otro suceso paralelo al posible amor entre Marty y Clara. La hermana de la madre de Marty, Catherine (Augusta Ciolli), vive con su hijo Tommy (Jerry Paris), la mujer de este, Virginia (Karen Steele), y el bebé de ambos, pero la verdad es que la convivencia juntos no pasa por muy buenos momentos, debido sobre todo a la mala relación entre Catherine y su nuera. Entonces, la pareja le pide un favor a Marty: que Catherine se vaya a vivir con él y su madre ya que su casa es más grande. Con esta excusa, Mann vuelve a introducir otro de los tópicos más oídos en el entorno familiar: el fastidio de tener la suegra en casa. Pero lo único que consigue Mann es más drama y más escenas que hacen perder ritmo y naturalidad a la historia.


Aparte de esto, algunos actores que acompañan a Ernest Borgnine no ayudan mucho a que la historia sea totalmente creíble. La actriz Augusta Ciolli no hace bien su papel y Betsy Blair crea un personaje demasiado bobo y soso como para que el espectador se simpatice con ella, utilizando además los mismos gestos en algunas escenas. Los únicos actores secundarios que se salvan y con creces son Esther Minciotti, cuyas escenas con su hijo Marty son de lo mejor de la película; y Joe Mantell, que aunque no sea un papel soberbio, consigue que nos creamos su condición de amigo del alma de Marty, logrando una secuencia brillante cuando busca a su amigo mientras este anda por la ciudad con Clara.

Y los claros puntos a favor de la película son: primero, la acertada dirección de Delbert Mann, sobre todo en cuanto al uso de los planos fijos junto con zooms lentos cuando quiere remarcar algo de las escenas; y segundo, la actuación inolvidable del maravilloso actor Ernest Borgnine, que hace que el espectador se encandile con su personaje humilde y bonachón.


"Una simpática y sencilla película en la que destaca una buena dirección y brilla un tremendo Ernest Borgnine como soltero de buen corazón, pero en la que también sobra un suceso paralelo y fallan las interpretaciones de algunos actores"



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Cypher (2002)


La naranja cibernética.

Con los elementos propios de un ciberthriller corporativo, Cypher da vueltas alrededor de las tribulaciones de un hombre corriente sumido en un universo alucinatorio. El protagonista de la historia es Morgan Sullivan (Jeremy Northam), un contable en paro que quiere dejar atrás su anodina existencia para ejercer de espía industrial en Digicorp, una desalmada multinacional. Bajo una nueva identidad es enviado a distintas convenciones alrededor de Norteamérica, con la misión de grabar en secreto las conferencias. Morgan en un principio queda algo decepcionado por la banalidad de su cometido y por lo insustancial de las reuniones a las que acude, pero enseguida empieza a sentirse cómodo con su falsa identidad, a pesar de los constantes dolores de cabeza y de las extrañas pesadillas que cada vez son más recurrentes. Esta situación cambia drásticamente cuando conoce a Rita Foster (Lucy Liu), una bella y enigmática mujer que le pondrá al día del sórdido mundo en el que se ha metido. 


El héroe de Cypher está atrapado en las intrigas corporativas de dos empresas rivales, ambas igualmente amorales y despiadadas, ambas con la intención de utilizarle y luego matarle. Cuando él pasa por un desquiciado lavado de cerebro y es bombardeado por un torbellino de imágenes que intentan quebrantar su voluntad, compartimos sus esfuerzos por mantenerse cuerdo. Esta es la escena más lograda del filme y la que cala más hondo en el espectador, además de ser el instante que marca un punto de inflexión en la historia, ya que señala cuando la película se desprende de su realidad y se convierte en toda una pesadilla kafkiana. A partir de aquí el protagonista deberá probar su entereza, tanto física como mental, en diversas situaciones extrañas, pero este aterrador método de condicionamiento, que guarda cierto parecido con la mítica técnica Ludovico de La naranja mecánica (1972), es el más fascinante.


El buen hacer de Vincenzo Natali en la ciencia ficción ya había quedado patente en Cube (1997), su clásico sobre el terror de los espacios reducidos, y en su segundo largometraje el director canadiense se sirvió de la ficción científica para retratar la crisis de identidad del hombre moderno. En Morgan Sullivan podemos encontrar la esencia de otros héroes alienados de la literatura y el cine, como por ejemplo el Joseph K de El proceso (1925) o el Winston Smith de 1984 (1949). La esquizofrénica puesta en escena y la estética fría y distante, casi minimalista, nos transmiten la desesperación y la paranoia que requiere el relato. La acción se enmarca en una desdibujada urbe futurista que solo se intuye vagamente y el clima de misterio se mantiene a lo largo de todo el metraje, amparado por los constantes giros argumentales de una trama que juega intencionadamente a las cajas chinas.


Cypher es un thriller abstracto que, sin grandes alardes, combina un ambiente enfermizo e intenso con elementos directamente vinculados al género de espías, una suerte de miscelánea ciberpunk donde se integra a la perfección el lenguaje de la ciencia. Vincenzo Natali se muestra más interesado en contar historias estimulantes que en la elaboración de personajes y su cine pone en relieve la fragilidad de las fronteras entre realidad y fantasía, lo que le da cierta libertad narrativa. La película tiene una primera parte fascinante y claramente kafkiana, pero en su último tercio se mantiene fiel a los códigos del cine de evasión, en un cambio de registro que resulta difícilmente comprensible. Tras más de una hora de pura pesadilla cibernética, el filme de Natali deriva hacia una típica fantasía bondiana, recreada con derroche de adrenalina y pirotecnia, en lo que viene a ser un complaciente final que no casa con el resto del metraje, pero que  refuerza el sentido onírico del relato.


La frase: «Escúcheme con atención; pase lo que pase en esa sala, no demuestre extrañeza ni emoción ni sorpresa. Vea lo que vea, usted no se mueva.»

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Jacuzzi al pasado (2010)

Colega, ¿Dónde está el futuro?


El screwball es un subgénero cinematográfico de la comedia que apareció a finales de la década de los años '30 y principios de los '40 (el crack del 27 y la crisis económica posterior tuvieron bastante que ver con su aparición). En las screwball comedy, los personajes suelen ser de clase acomodada (o estafadores que se hacen pasar por gente adinerada), que se dejan arrastrar por las circunstancias (incluso los que en un principio puedan aparecer como los más centrados), con un ritmo y diálogos ágiles y rápidos y, además, suelen ser películas optimistas, a pesar de los contratiempos, y con una historia de amor de por medio. Algunos ejemplos de este tipo de género son: La fiera de mi niña, La costilla de Adán, Luna nueva o Arsénico por compasión. Recientemente, quien sabe si debido a la nueva crisis económica, el género parece haber reaparecido con cierta fuerza con títulos como Resacón en las vegas (uno de los títulos sorpresa del año pasado), Noche loca (Date night) o, la que hoy nos ocupa, Jacuzzi al pasado. Si, amigos, ciertamente las comparaciones son odiosas.

En la película, tres amigos que hace tiempo que no se ven deciden ir a pasar tres días juntos en un hotel de montaña donde estuvieron veinte años antes, para intentar revivir la mejor época de sus vidas en plena adolescencia. En su viaje también les acompañará el sobrino de uno de ellos, alguien acostumbrado a ver el mundo a través de la pantalla de un ordenador. El problema está en que una vez llegan a su destino se dan cuenta de que el sitio está hecho un asco y medio abandonado. La cosa cambiará cuando descubran que el jacuzzi de su apartamento es una máquina del tiempo que los transporta directamente hacia 1986, donde deberán volver a repetir lo que hicieron veinte años atrás debido a que cualquier alteración, por pequeña que sea, puede llegar a cambiar el futuro de una forma insospechada. Ya saben, lo típico de las películas sobre viajes en el tiempo, que les voy a contar.

Viajar en el tiempo es algo que se puede hacer en un Delorean gracias a un condenzador de fluzo, o en un jacuzzi gracias a una extraña y energética bebida rusa. El resultado suele ser el mismo más allá de dejar una estela de fuego o agua, según el vehículo elegido. Los paralelismos existentes entre Regreso al futuro y Jacuzzi al pasado, son tan evidentes que la película ni siquiera se esfuerza en ocultarlos: uno de los personajes, en un momento dado de la película, se presenta como McFly frente a un grupo de desconocidos e, incluso, el botones del hotel de montaña, es el actor Crispin Glover, el encargado de interpretar a George McFly (el padre del personaje de Michael J. Fox, en Regreso al futuro). Lo que pasa es que a pesar de que la película tenga la loable habilidad de saber reirse de sí misma, lo cierto es que sablea la película de Robert Zemeckis sin ningún tipo de pudor, pandilla rival, momento musical del futuro y tipo que empieza a desaparecer ante los acontecimientos sucedidos, incluidos.

El hecho de que 1986 sea el año elegido para viajar en el tiempo no es algo casual y viene a significar un par de cosas: a) que los '80 siguen estando de moda; y b) que todavía parece pronto para que empiecen a sacarle jugo a la década de los '90. Además, la década le viene bien a la película debido a que su protagonista John Cusack ya era toda una estrella teen por entonces, con películas como Dieciséis velas, Juegos de amor en la universidad, Cuenta conmigo o Persecución muy, muy caliente. La película también se permite el lujo de recuperar a uno de esos actores desaparecidos en combate: Chevy Chase, que gozaba de gran popularidad con films como Locas vacaciones de una familia americana, Espías como nosotros o Tres amigos. A la hora de la verdad, lo cierto es que su intervención en la película es completamente residual e incluso hay una chica que enseña las tetas en una piscina con mayor línea de diálogo que él. Además, el hecho de que la película transcurra en los '80, en un hotel de alta montaña, en temporada de esquí y con un buscado tono gamberro, enlaza la película directamente con Hot dog, cinta de adolescentes aparecida a la sombra de la trilogía Porky's y demás.

Y es que el mayor fallo de Jacuzzi al pasado es que uno no sabe en ningún momento en que liga está jugando la película. Por momentos parece, como les comentaba al principio de la reseña, una screwball al uso, sobre un grupo de cuarentones en busca de una segunda oportunidad; y al rato la peli se convierte en una ofensiva comedia gamberra de adolescentes especializada en chistes de mal gusto. La película va dando bandadas sin encontrar su punto en ninguno de los dos ámbitos y, encima, el hecho de que se vayan alternando le resta todavía mayor encanto al producto final. En definitiva resulta una película fallida que no se atreve a ser ni una cosa ni la otra, provocando que se quede constantemente muy a medio gas, con un humor muy raspado que tira de clichés ya vistos hasta la saciedad y unos gags bastante flojos que no ayudan a que la película logre remontar el vuelo. Por cierto, la recta final es mala a matar.

Resumiendo: Olvidable subproducto que se mueve entre la comedia alocada y la comedia gamberra y soez, sin terminar de ir hasta el fondo de ninguno de ambos géneros.



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