Los coches que devoraron París (1974)



Carmaggedon.

El filme abre con un prólogo que juega con los convencionalismos de los spots televisivos. En él presenciamos como una joven pareja, acompañada por un perrito, conduce un descapotable blanco a través de una idílica carretera campestre. Hay un prado de color verde intenso y un rebaño de ovejas y un campesino que agita la mano a modo de saludo. Es un momento de gran felicidad y la marca del auto, Datsun 1600, es visible en más de una ocasión. Más tarde la pareja enciende un cigarrillo y en un primer plano totalmente gratuito vemos el distintivo de la marca de tabaco, lo mismo sucede cuando comparten una Coca-cola y ambos la sostienen de manera que nos sea fácil identificar el refresco. Esta situación llega a su fin cuando hay un pinchazo y el conductor pierde el control del automóvil. El coche se estrella mientras el refresco y el paquete de tabaco quedan completamente aplastados y suponemos que los ocupantes han muerto.



Este principio, más que presentarnos una trama o unos personajes, sirve para poner sobre el tapete las intenciones de un filme que lanza una mirada desesperanzadora y cínica a la sociedad, al mismo tiempo que efectúa una parábola sobre el declive de nuestra civilización automovilística/industrial. La historia se sitúa en una Australia sumida en una gran crisis económica, contexto en el que conocemos a Arthur y George, un par de hermanos que deambulan en coche por carreteras secundarias mientras buscan empleo o lo que surja. Al tomar un desvío hacia un pueblo llamado París, George es deslumbrado por unas extrañas luces y el coche se estrella. George muere en el acto y Arthur es acogido por la peculiar comunidad de París, donde recibe alojamiento y empleo, pero esta fachada de supuesta amabilidad oculta un terrible secreto.



Explicar la película y verla son dos cosas distintas, porque en ningún momento se tiene la sensación de estar viendo un largometraje con científicos locos o gobernantes megalómanos, y sin embargo ahí están. Kevin Miles interpreta a un doctor con un enfermizo interés por las víctimas de accidentes mientras que John Meillon da vida al alcalde, un hipócrita capaz de hacer cualquier cosa por mantener el status quo de la torcida comunidad de París y cuyo personaje canaliza el podrido barómetro moral de la historia. Terry Camilleri, por otro lado, es Arthur, un vagabundo que camina entre la barbarie con la mirada baja y las maneras inofensivas de un cordero, debido a que se siente culpable por la muerte de su hermano, ya que en otro tiempo él también fue conductor, pero tras un atropello perdió el carnet y le cogió un miedo atroz a ponerse detrás del volante. También hay una trama paralela protagonizada por los jóvenes salvajes del pueblo, aficionados al tuning extremo, que resultará crucial para el desarrollo de la historia.



Con una puesta en escena sobria y austera, la película no muestra ningún apego por sus personajes, pero sí cierta fascinación por los automóviles, algo que la vincula a Crash (1996) y en general a toda la filmografía de Cronenberg, ya que juntas comparten el interés por la fusión de lo físico, lo mental y lo tecnológico. El filme se comporta básicamente como una fábula, satírica y oscura, pero nunca acaba de asumir completamente su condición de comedia de horror, ya que desafía constantemente los cánones, juega con el cine conspirativo y paranoide y en más de una ocasión evoca los violentos westerns de Sam Peckinpah y la ciencia ficción, esto último sobre todo por el diseño de algunos coches que sirven de antesala a Mad Max, salvajes de la autopista (1979).



Peter Weir forma parte de una generación de cineastas australianos atraídos por lo extraño, lo sobrenatural y lo sórdido, el denominado fantástico de las antípodas, y Los coches que devoraron París es la primera entrega de una trilogía que el director consagró a lo onírico, una saga que completan Picnic en Hanging Rock (1975) y La última ola (1977), dos filmes elusivos y llenos de misterio. La película, de manera violenta, abstracta y subversiva, elabora una alegoría a la que no le importa ensuciarse las manos cuando conviene ni ir más allá de los límites que se le suponen a un filme de estas características, algo que probablemente producirá rechazo entre gran parte del público. Sorprende lo gráfico de ciertas imágenes, pero también lo retorcido de una historia que se vuelve más brutal a medida que avanza y donde el humor, si lo hay, resulta cruel y seco.



La frase 1: “Los viejos peatones son siempre un problema.”

La frase 2: “La mayoría de los pacientes son víctimas de accidentes, están aquí porque los accidentes han sido tan fuertes que se les han revuelto los sesos y los tienen como si fueran huevos revueltos, ¿lo entiendes? También hay locos del todo, pero dudo que nunca llegues a verlos, no se puede hacer mucho por ellos. Después hay los medio locos y los locos un cuarto.”

Leer critica Los coches que devoraron parís en Muchocine.net

3 piquitos de oro:

Cinemagnificus dijo...

Coño, que bastardez más coqueta. A verla!!!!!!!!!!!!!!!

Dr. Quatermass dijo...

Pues no conocia esta cinta, pero me has picado la curiosidad!

john mcclane dijo...

Se ve interesantísima, la anoto de inmediato en mi lista de pendientes.

Saludos!

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